Fue el colapso de un sistema tras varias crisis que, con sus muertos, precipitó el desenlace por la exportación de gas.
Adherida al saco, a la altura del bolsillo interior izquierdo, Gonzalo Sánchez de Lozada siempre lleva una imagen de la Virgen de Socavón, patrona de los mineros bolivianos, y una pluma de plata labrada con la cual ha firmado todos sus decretos. Entre ellos, el centrado en la venta de gas. Con él pretendía compensar las pérdidas por la erradicación de cultivos de coca en el Chapare, recomendada por el gobierno norteamericano desde 1998.
De cada cinco dólares que iban a ingresar por la venta de gas a los Estados Unidos vía México, previa salida por Chile o Perú, el Estado boliviano había aceptado percibir menos de 50 centavos. Una propina. La ecuación no cerraba, más allá del apego a los recursos naturales de los líderes de la rebelión. Tampoco cerraba otra ecuación: el gobierno de Sánchez de Lozada urgía a la Aduana por el ingreso de 60 vehículos de origen japonés para uso privado, valuados en 60.000 dólares por unidad, en coincidencia con el conato de guerra civil que emergía bajo las narices del Palacio Quemado (sede del gobierno). Síntomas, ambos, de una progresiva lejanía de la realidad.
Empleos y más empleos había prometido Sánchez de Lozada antes de reincidir en la presidencia, el 6 de agosto de 2002. Dos días después, una huelga de maestros iba a inaugurar la ristra de reclamos que desembocó, el viernes, en su renuncia. Heredados los reclamos, en su mayoría, del presidente transitorio anterior, Jorge Quiroga, sucesor del finado Hugo Bánzer.
Sánchez de Lozada, presidente entre 1993 y 1997, tenía, esta vez, un capital político escaso: el 22 por ciento de los votos. Como Néstor Kirchner, pero, a diferencia de él, no lidiaba con Carlos Menem, llamado a retiro después de la década en el poder previa a la crisis argentina, sino con Evo Morales, el líder cocalero de origen aymara (más auténtico que el Marcos mexicano) cuyo rechazo a las recetas del gobierno boliviano, de los Estados Unidos y del Fondo Monetario había quebrado, en las elecciones del 30 de junio de 2002, el consenso neoliberal estrenado en 1985 por el presidente Víctor Paz Estenssoro, líder histórico del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR). En resumen, pactos de gobernabilidad entre los partidos tradicionales.
Su intérprete ahora, Sánchez de Lozada, cercado por las huelgas generales lanzadas por la Central Obrera Boliviana (COB), nunca creyó que iba a ser tan difícil. Ni creyó que, en menos de un año de gobierno, no iba a tener más alternativa que recurrir a su peor adversario, Jaime Paz Zamora, líder del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), con tal de aplacar los reclamos de Morales, líder del Movimiento al Socialismo (MAS), y de Felipe Quispe, líder del Movimiento Indígena Pachacuti (MIP) y de la Confederación Sindical Unica de Trabajadores Campesinos de Bolivia (Csutcb).
Rencores resucitados
Eran una fórmula imperfecta y, a la vez, débil: un liberal en lo social y conservador en lo fiscal, educado en los Estados Unidos, como Sánchez de Lozada, con un izquierdista reciclado, influido por Regis Debray, Max Weber, Louis Althusser y Mao Zedong, como Paz Zamora. No inhibido por ello de aprobar, mientras era presidente, entre 1989 y 1993, una compra de armas ficticia a la Argentina de Menem que, si prosperaba, iba a provocar un desequilibrio regional. Naufragó, finalmente, por un error elemental: la entrega del arsenal, valuado en más de 50 millones de dólares, había sido pactada en La Quiaca, lejos del mar.
Lejos del mar, precisamente, quedó Bolivia desde la guerra con Chile en 1879. Esos rencores afloraron con la guerra del gas, cuyo correlato había sido la decisión de Sánchez de Lozada de dejar todo en suspenso hasta el 31 de diciembre, convocando a un plebiscito. No alcanzó: el reclamo, después de otros en los cuales el conato de guerra civil estaba latente con sus tendales de muertos y heridos, no era por un tema puntual en un país con mayoría indígena y una pobreza que lastima pupilas. No apto para vehículos de 60.000 dólares, vamos.
En febrero, después de más de 30 muertos en protestas callejeras, Sánchez de Lozada fomentó odios con una instrucción militar extraordinaria contra los disturbios, prometiendo penas de prisión a aquellos que bloquearan transportes. Con ese método, casualmente, los bolivianos habían reprobado la privatización del agua durante el gobierno de Bánzer. Otro reciclado. En su caso, de presidente de facto a presidente democrático.
La venta de gas, frustrada, implicaba un ajuste fiscal por el cual el gobierno iba a reducir las jubilaciones a la mitad. Empleos y más empleos no era la fórmula, pues. Y las protestas, aparentemente acalladas en el febrero negro, comenzaron a comprometer por sí mismas la estabilidad regional.
En Brasil, antes que en la Argentina, surgió la idea de una mediación: el canciller Celso Amorim habló con su par de España, Ana Palacio, preocupada por el proyecto boliviano: Repsol YPF, British Gas y Pan American Energy, así como la argentina Bridas, estaban involucradas en el consorcio. El capital podía partir, pero el costo del incendio, y de sus funerales, no iba a ser apagado, ni pagado, con medidas represivas.
Sensación de lejanía
Tres frentes habían sido abiertos: el político, el sindical y el campesino. Las voces cantantes de la protesta, Morales y Quispe, esgrimieron dos reclamos: que renunciara Sánchez de Lozada y que el gas quedara bajo la órbita del patrimonio nacional. Sobre todo, porque su venta respondía, en realidad, a las recomendaciones del Fondo Monetario como paliativo para pagar la deuda externa. Después de la crisis argentina, el horno no estaba para bollos ni para recomendaciones.
Frente a ello, la comunidad internacional reaccionó como pudo. Por tercera vez en menos de un año, el gobierno de George W Bush llamó a evitar un golpe de Estado en Bolivia. Y el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), César Gaviria, experimentado en crisis después de haber intervenido en el Perú de Alberto Fujimori y en la Venezuela de Hugo Chávez, entre otras, temió por la precariedad del sistema.
De ahí los pronunciamientos erráticos entre el respaldo a Sánchez de Lozada y el respaldo a la democracia mientras el vicepresidente Carlos Mesa se apartaba del libreto oficial, restándole apoyo al presidente frente a la posibilidad de que la crisis derivara en el traspaso del mando. Paz Zamora, a su vez, apelaba a la imagen del Señor de los Milagros que siempre lleva en algún bolsillo con tal de vislumbrar una alternativa.
De la profunda preocupación no salíamos hasta que Luis Inacio Lula da Silva convenció a Kirchner de que algo debían hacer. Si era en conjunto, mejor. En especial, después de haber firmado el Consenso de Buenos Aires, cual respuesta provocativa al Consenso de Washington, estableciéndose metas comunes. Entre ellas, una no escrita: que Brasil, en su campaña por ser líder de América del Sur, cediendo el tramo Puebla-Panamá a México, se involucrara más en los asuntos regionales, quitándoles espacio a los Estados Unidos.
Un emisario argentino, Eduardo Sguiglia, y otro brasileño, Marco Aurelio García, llevaron el viernes ese mensaje a Bolivia poco antes de la renuncia de Sánchez de Lozada. Un mensaje más simbólico que otra cosa. Sin más autonomía de vuelo que la profunda preocupación, la oferta de solidaridad y la señal de presencia frente a un gobierno que, aislado de la realidad, se había mostrado más sensible al ingreso de vehículos de origen japonés que a las facturas impagas de un modelo agotado. Sin empleos y más empleo ni otra respuesta que no fuera un nuevo síntoma de la sensación de lejanía. Del mar y de la gente. O de un mar de gente. (Clarín, Buenos Aires)