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«Revelaciones heréticas» (Narración de Navidad)

Autor: José Franz Medrano Solares (el Gato).  

Por José Franz Medrano Solares (el Gato).  

    Apenas nacida, Lucía fue abandonada en las puertas cenicientas de un oscuro orfelinato de la Ciudad Única (Potosí), amargo sitio que abandonó a sus nueve años de edad para servir a una beata solterona, la misma que, contando con la complicidad y asesoría de un cagatintas rapaz, había manipulado las fementidas leyes de protección a los menores hasta obtener fraudulentamente la custodia de la desdichada niña.

    Desde aquel infortunado día, azuzada por los mortificantes golpes de su patrona, cual amedrentada bestezuela de carga, lavaba, cocinaba, echaba bacines, fregaba pisos y hacía los mandados sin distinguir domingos ni feriados. La pequeña desvalida trabajaba diecisiete horas cotidianas, sin descanso ni derecho alguno, sin remuneración ni escuela, y sin que las autoridades estatales la defendiesen de tan infamante abuso. Cerca a la medianoche, semejando a un animalito agonizante, cobijaba su atormentado cuerpecito en algún rincón mugriento de la cocina. Pese a su insoportable cansancio, antes de dormir, generosamente compartía con un asustadizo ratoncillo unas cuantas migajas de su exigua ración diaria de pan duro y otros sobrantes.

         La avara y acaudalada beata, además de explotarle inmisericordemente, también intentó abonar la incipiente fe cristiana de Lucía con el estiércol más negro y nauseabundo: la hipocresía. A fuerza de pellizcos y coscorrones le enseñó el Padre Nuestro, el Credo, el Ave María y otras oraciones. De esta forma Lucía, en vez de ejercer su derecho a  retozar como cualquier niño, permaneció de hinojos tardes inacabables frente a una capilla atiborrada de imágenes sagradas que parecían desoír sus afligidos y silentes clamores.

       Prontamente, uno de esos martirizantes atardeceres, Lucía se atrevió a inquirir así: ¿No se equivocaría Dios al enviar a su único hijo a  morir en la cruz por gentes que persistían en la maldad y el pecado?… Los santos le dieron por respuesta un silencio glacial,  y la mujerona le acalló salvajemente hincándole sus puntiagudas uñas. Sin embargo, ni el mutismo de los santos ni la brutal agresión de la beata pudieron evitar que se planteara mentalmente otra incertidumbre: ¿No sería que todos esos policontusos mártires ante los que se postraba aquella vieja alimaña de altares, eran también malignos y falsos? La duda estremeció la conciencia de Lucía y, consecuentemente, su resignación y sumisión de esclava empezaron a disiparse de a poco. A partir de entonces, le fue repugnante atender las prédicas de la cínica beata sobre el amor al prójimo y la caridad, cuando de sus huesudas manos recibía por caricias, palos e injurias y, por alimento, minucias y desperdicios. Cada día que pasaba  la corcova espiritual de la solterona le resultaba  más irritante que un ajo.

       Para la festividad de los Ch´utillos de ese año, Lucía se enteró mediante la tradición que San Bartolomé había encerrado a Satanás en una tenebrosa cueva situada en el cañadón de La Puerta; inmediatamente revivió que, también a ella, la beata le castigaba por cualquier nimiedad recluyéndole en un tétrico subterráneo del caserón que habitaban. Desde esa ocasión, la desventurada niña nunca más tuvo miedo del malcarado cornudo, todo lo contrario, le guardó una gran simpatía y conmiseración por juzgarle un compañero de infortunios.

      Así transcurrieron los meses y los días y, llegó Navidad. La casa de la beata se atestó de parientes consanguíneos y espirituales ambiciosos de heredar su cuantiosa fortuna. En la sala, el veinticuatro en la noche, el Nacimiento estuvo engalanado con policromos y aromáticos vegetales nativos; asimismo, el Niño Manuelito, rodeado de María, José y los tres Reyes Magos, lucía una infinidad de juguetes nuevos y antiguos. La mesa colmada de humeantes y apetitosas picanas estaba regiamente escoltada de mistelas, vinos y otros licores sureños. También circulaban profusamente galletas, tortas y buñuelos con miel de caña, mientras las efusivas y graciosas armonías de los huachiquis y villancicos hacían danzar a la concurrencia alrededor del mítico pesebre.  Entretanto, Lucía, con su cabeza rapada y con el mandil blanco hecho jirones, cumplía un sinfín de quehaceres bajo la atenta y feroz  mirada de la beata.

     A las doce de la medianoche resonaron cohetes y petardos y, jóvenes, niños y ancianos, estallaron en alegres abrazos, besos y buenos deseos, para luego abrir sus espléndidos regalos traídos por el dizque generoso Papá Noel, mas… nadie se acordó de la pobre Lucía. Ni siquiera en aquellos instantes de acrecentamiento espiritual hubo una persona que le diese un abrazo fraternal, o un dulce que mitigara la hiel de su destino avaro, o un mendrugo que revitalizara su delicado y esmirriado ser. Con los ojos anegados de llanto, e ignorada por todos, la atribulada criatura se dirigió a la cocina y recogió tierna y amorosamente a su amigable ratoncillo; acto seguido, se encaminó presurosa a la calle para nunca más volver. Afuera llovía tenuemente como sí el cielo indolente hubiese aprendido a llorar.

     Eran las 23:00 horas del Día de Inocentes en la plaza Alonzo de Mendoza en la urbe paceña y, junto al gentío, deambulaban por doquier borrachos, mendigos, prostitutas y forajidos. En este teatro de mil horrores y tragedias, una niña huérfana junto a otros arrapiezos disolvía su cerebro y sus pesares inhalando clefa. Aquella niña era Lucía, víctima de las exclusiones humanas y divinas. En ese momento, el Gato que transitaba por aquel lugar infausto, sintió engarfiarse en su pecho a la tristeza y discernió que, para combatir a la injusticia y la pobreza, había que rebelarse contra los usurpadores de la tierra y del cielo, o continuar sobreviviendo ovejunamente en este mendaz infierno terrenal.

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(*)El autor es abogado, escritor y músico.

E-mail:medrano_solares@yahoo.com