“No podemos permitir que se destruyan las áreas protegidas” (Página Siete, 26.1.17)
Jorge Campanini Investigador del Centro de Documentación e Investigación de Bolivia
Desde finales del año 2014 se han venido produciendo cambios estructurales en la política hidrocarburífera a nivel nacional, cambios que podrían considerarse como radicales por los impactos que podrían generar en zonas sensibles, como son las áreas protegidas y las poblaciones que viven en éstas.
El Estado boliviano está recurriendo a una forma jurídica basada en decretos supremos -cuya jerarquía es menor que ley- para reconfigurar las reglas del juego y plantear nuevos escenarios en los que la empresa estatal y las compañías transnacionales puedan operar con mayor facilidad.
Esta situación no es casual, sino que responde a la consentida orientación extractivista del Estado, además de su priorización en lo que corresponde a políticas públicas e inversión.
Estos decretos supremos se fueron dando en un escenario de baja de los precios de venta de gas a los mercados externos y mostraron una clara tendencia a priorizar los intereses corporativos en detrimento de las comunidades y el medio ambiente en general. Uno de estos decretos fue el tristemente célebre 2366, promulgado el 20 de mayo del 2015, en el cual se autoriza el ingreso de las compañías petroleras a las áreas protegidas con la finalidad de realizar tareas de exploración.
Esta postura, asumida por el Estado, ha sido blanco de críticas de toda la comunidad ambientalista y ha desnudado la contradicción entre el discurso oficial de protección a la Madre Tierra con la permisión de que se realicen tareas hidrocarburíferas en los parques, posición que es combatida en todo el mundo por su carácter nocivo y depredador.
Los movimientos ambientalistas están actualmente resistiendo a los Estados por permitir este tipo de tareas, resistencia que se da no sólo en nuestros países vecinos como Argentina, Perú o el mismísimo Ecuador con su Yasuni, sino que en países del África y Asia se reeditan estas luchas por considerarlas como una gravísima agresión a los ecosistemas y a la calidad ambiental de la población.
El Estado boliviano, al definir esta postura, está poniendo en riesgo los objetivos de creación de las áreas protegidas, además de sus funciones ambientales, las cuales, en muchos casos, son de gran importancia no sólo por los caracteres propios de conservación, sino que se consideran fuentes de recursos para la vida y subsistencia no sólo de las poblaciones cercanas, sino de las grandes urbes que se abastecen de agua que se origina en estas reservas o de la regulación climática, que en el actual escenario es vital.
Al permitir estas actividades se pone en riesgo la estabilidad de los ecosistemas que se querían conservar, permitiendo el ingreso de grandes contingentes humanos y maquinaria que van a ocasionar una serie de impactos ambientales, que van desde deforestar, afectar cuerpos de agua, ocasionar desequilibrios ecosistémicos de flora y fauna entre otros, incluyendo impactos inducidos como la facilitación de procesos de colonización que alterarían el equilibrio social de estas reservas.
Lo mencionado ha sucedido en Bolivia, sobre todo en la zona tradicional de exploración/explotación hidrocarburífera, pero actualmente, además, se está incentivando a los operadores a realizar tareas de exploración, acompañadas de una flexibilización en temas de consulta a los pobladores y permitiendo la existencia de una inédita frontera petrolera, la cual podría compararse con la superficie de Italia y que permitiría el acceso a zonas de alta sensibilidad como es la Amazonia.
Actualmente, y pese a las críticas, el Estado continúa otorgando derechos petroleros sobre áreas protegidas, varios de los nuevos contratos que se han consolidado y que se están anunciando afectan áreas protegidas como el Iñao, Aguaragüe, Tariquia, Carrasco, Amboró; incluso algunas compañías se permiten anunciar que obtendrán derechos petroleros preferentes en otras reservas y que se tendrían avanzados los acuerdos para su consolidación.
Llama la atención que, en este escenario, las autoridades encargadas de la regulación y administración de las reservas naturales hayan sido relegadas a jugar un papel marginal y que se prime por sobre todo la lógica corporativa, lo cual inclusive se señala en el mencionado decreto 2366, el cual marca el sometimiento de la institucionalidad de protección al interés de las empresas y subyuga a las políticas ambientales a un interés que privilegia, sobre todo, a las compañías transnacionales.
Las voces de alerta sobre las condiciones ambientales en el mundo ya no pueden negarse, las crisis climáticas que vivimos en Bolivia están derivando en desastres brutales como la desaparición del lago Poopó o la falta de abastecimiento de agua en varios lugares del país; no podemos negar lo innegable, no podemos permitirnos que se pongan en riesgo nuestras fuentes de agua, no podemos permitir que se destruyan nuestras áreas protegidas.