Las bases para una política económica alternativa (Bolpress, 3.9.2012)
Los gobiernos “progresistas” mantienen lazos estrechos con el capital financiero internacional y siguen aplicando políticas neoliberales
Guillermo Almeyra *
En vez de pisotear los derechos indígenas, las autonomías y la Constitución imponiendo la construcción del segundo tramo de la carretera del TIPNIS por su trazado actual, el gobierno boliviano habría podido abrir ese camino por otra región porque, aunque la obra hubiese sido más larga, cara y dificultosa, habría preservado en cambio su credibilidad ante un sector importante de las mayorías populares, habría demostrado romper con el decisionismo autoritario y el neodesarrollismo, habría evitado dividir al movimiento campesino y fomentar al predominio del interés propio sobre la construcción colectiva de un nuevo Estado.
Los gobiernos llamados “progresistas” mantienen lazos estrechos con el capital financiero internacional y siguen aplicando políticas neoliberales. Los Estados que ellos tratan de dirigir están en gran medida determinados y dirigidos por las imposiciones del mercado mundial de mercancías y capitales. Exportan, por ejemplo, sobre todo petróleo, maderas, productos minerales, soya y granos alimenticios a precios fijados en el exterior y por medio de grandes oligopolios transnacionales, mezclados, en el mejor de los casos, con algunas empresas paraestatales mixtas, como Petrobras o YPF, ya que la venezolana PVDSA o la mexicana Pemex son excepciones, de ningún modo la regla.
Además, en todos los Estados dependientes que realizan intentos neodesarrollistas, estén no o gobernados por “gobiernos progresistas”, la tierra se extranjeriza cada vez más y la megaminería depredadora destruye enteras regiones y el modo de vida de sus habitantes, provocando grandes conflictos sociales. De este modo, y en plena crisis capitalista mundial que aumenta aún más las tensiones económicas, la dependencia se ahonda aún más y el futuro sigue estando hipotecado y a merced del capital financiero internacional.
Obviamente, los gobiernos no pueden cambiar con un golpe de varita mágica el carácter del Estado ni las estructuras económicas. Los cambios son el resultado de un proceso largo de transformaciones sociales impulsados por la movilización popular y que, en parte, ellos canalizan y orientan. Por consiguiente, es inevitable un período de transición marcado por reformas importantes las cuales, sin embargo, no afectan sino en parte la continuidad de las lacras, deformaciones y miserias impuestas por el entrelazamiento entre las estructuras oligárquicas de poder y las nuevas servidumbres instaladas y enraizadas por el capital financiero internacional.
La garantía de que ese proceso de transición, inevitablemente zigzagueante, avance y no se estanque, la da el impulso de los movimientos sociales que ayuda a modificar el aparato estatal al cambiar las relaciones de fuerzas sociales y, sobre todo, reside en la independencia de los mismos frente a todas las fuerzas capitalistas, incluido el mismo Estado. El gobierno que intenta subordinar a los movimientos sociales y quitarles su independencia, convierte sus direcciones en parte del aparato estatal y debilita así su propia base en la lucha por enterrar el pasado y por adquirir mayor independencia frente al capital financiero internacional y sus agentes.
Pero el hecho de que sea imposible cortar de un solo golpe con la dependencia del mercado mundial y del capital financiero no significa que no haya más remedio que exportar más commodities, como la soya, apelar a la megaminería depredadora, dedicar tierras aptas para alimentos al cultivo de biocarburantes para la contaminante industria automotriz. Se pueden, en cambio, adoptar medidas y leyes de reforma que, a la vez, reduzcan la dependencia del puñado de grandes empresas que controlan la economía y creen las condiciones para una reestructuración del ambiente y el territorio según las necesidades nacionales (preservación del ambiente, creación de trabajo calificado, reordenamiento del territorio y de la utilización de los recursos que son hoy esclavos del lucro empresarial y del mercado mundial).
Por ejemplo, en vez de pisotear los derechos indígenas, las autonomías y la Constitución imponiendo la construcción del segundo tramo de la carretera del TIPNIS por su trazado actual, el gobierno boliviano habría podido abrir ese camino por otra región porque, aunque la obra hubiese sido más larga, cara y dificultosa, habría preservado en cambio su credibilidad ante un sector importante de las mayorías populares, habría demostrado romper con el decisionismo autoritario y el neodesarrollismo, habría evitado dividir al movimiento campesino y fomentar al predominio del interés propio sobre la construcción colectiva de un nuevo Estado. La carretera así construida habría cumplido con su papel en la circulación de mercancías y en la apertura de Bolivia al comercio en los dos océanos pero habría reforzado un elemento potencialmente anticapitalista: la solidaridad de los diversos sectores populares bolivianos, la autonomía, la construcción de poderes democráticos locales.
La expropiación del sector financiero es también una medida reformista (que encaró François Mitterrand), tal como lo sería una reforma agraria profunda que dé tierra en Brasil a millones de campesinos. También lo es el monopolio estatal del comercio exterior, con el fin de utilizar para el desarrollo nacional parte de las ganancias del mismo y romper el poder de los pocos oligopolios que controlan las exportaciones,-como hizo el gobierno de Perón, que socialista precisamente no era, al crear el Instituto Argentino Promotor del Interacambio-IAPI- o el control de cambios (que aplica Venezuela para evitar la exportación de capitales).
Otras reformas posibles serían una ley de protección del agua y de los bienes comunes, así como una ley de fomento de la agricultura familiar, que al asentar a los trabajadores en la tierra, reduciría las migraciones y, mediante la rotación de cultivos y su diversificación y un uso racional del agua, protegería el ambiente, además de abaratar el abastecimiento alimentario nacional. Pero es evidente que este tipo de reformas no están destinadas a preservar sino a preparar el cambio del sistema y, por lo tanto, son resistidas con dientes y uñas por el capital financiero.
Obviamente, su aplicación depende de la relación de fuerzas entre las clases que pueda existir en cada país, del grado de conciencia y de movilización de los trabajadores, de la existencia en el seno de los gobiernos “progresistas” –lo cual no siempre es el caso- de un sector plebeyo dispuesto a ser más audaz y a apoyarse en un bloque sólido formado con los sectores populares y de abrir una vía a un período turbulento de transición. El problema clave, por lo tanto, consiste en formar ese bloque con un proyecto de transición propio y en forzar con el mismo la separación, en el magma actual de los gobiernos “progresistas” de los que realmente quieren cambios populares pero hoy se subordinan a los burócratas conservadores y reaccionarios que consideran naturales las políticas del capital y sostienen que no hay alternativa posible a ellas.
Los intelectuales que, en nombre del realismo y para defender “el mal menor” aceptan sin chistar las políticas neodesarrollistas debilitan la salida popular y refuerzan al gran capital; y los que, en cambio, condenan justamente esas políticas pero no ofrecen otras, viables, teóricamente capitalistas, pero incompatibles en la realidad con el capital, son tan impotentes como los primeros. Ni unos ni otros confían en que ese tipo de “reformas revolucionarias”, si se imponen con el respaldo de una movilización popular, reducirían grandemente el poder de las clases dominantes y cambiarían la relación de fuerzas en el país y en la región.
Las medidas mencionadas, más otras, como por ejemplo la unificación de los recursos de varios países para crear una Universidad latinoamericana que no forme técnicos y profesionales para el capital sino los futuros defensores de un desarrollo científico y tecnológico anticapitalista, o de un polo tecnológico común que no esté subordinado al interés de las empresas privadas y que estudie y organice la preservación de los bienes comunes y la utilización racional de los recursos, aumentarían, al mismo tiempo, la producción y la productividad así como el aprendizaje popular de una planificación local de recursos y necesidades para ampliar los espacios democráticos y de cultura conquistados. Una ley de control obrero sobre la contabilidad empresarial permitiría igualmente reducir las suspensiones y despidos y racionalizar la producción industrial, dando las bases para una reestructuración desde abajo del aparato productivo.
La transición no puede quedar en manos de unos pocos iluminados. O la imponen sus beneficiarios o no será posible.
* Miembro del Consejo Editorial de SinPermiso. Fuente: www.sinpermiso.info, 2 de septiembre de 2012.