Todos los años, desairado y mordedor, el Tomave pugna por entrar al salón de la benemérita sociedad Unión Obrera, mientras en su interior, una hirviente fragancia a canela y limón, se aúna al vaho demoniaco de los brebajes etílicos destinados a transitar por los gaznates bárbaros de sus clientes montaraces que, por lo general, no siempre son obreros. Desde antaño, este peculiar bar, como ningún otro en la Ciudad Única (Potosí), agrupa a personajes hipotéticamente incompatibles: trabajador y holgazán, generoso y miserable, artista y prosaico, docto e ignorante, petimetre y desastrado, bravucón y apocado. En este caldero democrático, donde se soliviantan todo tipo de pasiones y delirios, cada quien, según su conducta, asciende o desciende por la resbaladiza escala de los valores humanos de conformidad a su naturaleza, educación, rango y grado de dependencia alcohólica.
Un ejemplo heterogéneo de lo observado en este bar, fue advertido por el errabundo Gato una noche juliana de 1979, en la que un político demagogo, cual alquimista, perorando convertía a la ciencia política en fétido excremento; junto a él, en su doble condición de sicario y discípulo, se hallaba un pandillero muy versado en felonías y aleves cuchillazos. Ambos, apuraron sus licores para marcharse en pos de dos meretrices rollizas y pedorras que, con voces enronquecidas, les requerían desde la puerta. Más allá, un erudito se empeñaba en explicarle a un zafio las diferencias entre Fray Vicente Bernedo y Tarzán de los Monos. En otro extremo del local, un trovero pulsaba una guitarra dionisiaca, mientras a su lado, un pintor y un poeta libando ejercían su derecho a la locura. Cerca al mostrador, un proletario dipsómano, copa tras copa rozaba con sus labios temblorosos al delirium tremens y a la muerte. En una mesa lindante al mingitorio, un periodista venal y un policía deshonesto glorificaban a la moral y a la ética; en tanto que, desde una mesa continua, un lustrabotas se mofaba obscenamente mostrándoles el embetunado dedo medio de su diestra. En este paraíso del desvarío, digno de un estudio sociopatológico, éstos y otros más eran los personajes variopintos que representaban la comedia etílica de aquella noche extravagante.
«There I was on a July morning, looking for love…» Era un amanecer invernal de 1978, en que July Morning, interpretada por Uriah Hepp, entibiaba con sus cadencias a un hatajo de trasnochadores que pantagruélicamente libaban con inflamantes canelazos en la legendaria Unión Obrera. A eso de las dos de la madrugada, el Gato, propuso a sus incondicionales brindar por las musas engreídas y por el tarijeño Ramiro Gonzales, su inolvidable y leal compañero de andaduras juveniles expatriado a tierras lejanas por el destino atrabiliario. Todavía no había acabado de trasponer el último brindis por sus áridos y sedientos gargueros, cuando inesperadamente, 1Alfredo, un afortunado ferretero de vistosa melena afro y lengua pecaminosa, le refirió al Gato y a los otros alegres nocherniegos una historia hábilmente entretejida que ha continuación me he propuesto garabatear, así:
Noche antes, a eso de las 21:30, el dizque propietario de una acreditada «clínica de calzados» en la plazuela 25 de Mayo, un hedonista conocido popularmente por el sobrenombre de 2Chafy, había ingresado cariacontecido a la Unión Obrera, en razón a que media hora antes, el padre de su bien amada, le había obligado a escoger entre su consentida hija y la seductora botella. Chafy, mal asesorado por el disipado Baco, optó por la segunda, provocando que Eros, rascando sus gordiflonas asentaderas, se le riera a carcajadas por pretender ignorar sus incendiarias saetas.
En el interior de la taberna, algún habitué camuflaba sus volutas de marihuana con el denso y grisáceo humo de tabaco, mientras la hipocresía social fingía cubrir su nariz respingada con sus torcidos y repugnantes dedos. En otra mesa, fuera de sí, un reputado juez zarandeaba de las solapas a un no menos reputado médico, merced a un pueril juego de dados. Afuera, en un recóndito lugar, un cura asido a una mujer infiel, con el ardor bestial de Asmodeo, el demonio de la lujuria, olvidaba sus votos de castidad. Entretanto, en un club exclusivo aledaño a la Plaza 10 de Noviembre, un novísimo rico, escupiendo en su humilde cuna, embaucaba groseramente a otros descastados, jactándose sobre un árbol genealógico inventado; al propio tiempo que, un aristócrata empobrecido, sonreía sarcásticamente. En el sempiterno Bulevar, algunos abstemios bebedores de agua, debido a la hora avanzada, recatada y prudentemente empezaban a retirarse a sus hogares por el laberinto de callejones de la perennemente libertina y mojigata ciudad.
Chafy, acomodándose en una mesa, solicitó al mozo una botella de singani Cinta azul, la misma que compartió generosamente con otros muchachos barulleros, que también supieron retribuirle con equivalentes convites. Cabizbajo, hora tras hora, y sorbo tras sorbo, intentó silenciar con abundante llanto de vides su pena de amor, descubriendo que ésta era inmune al olvido y al licor. Una, cien y mil veces maldijo el instante en que la escogió a ella: la veleidosa botella. En los contornos, expectantes, los espíritus tutelares del Ande manoseaban burlones los quipus de lo imprevisto.
Era la una de la madrugada, cuando Chafy salió bamboleante de la Unión Obrera, tan sólo le acompañaba el fiel y persistente sonido de su hipo. Inmediatamente, alquiló un taxi que se encontraba parqueado en la esquina conformada por la calle Hoyos y el Bulevar. El automóvil era un Ford negro de la década del cuarenta que, chirriando y en neutro para ahorrar gasolina, empezó a rodar calle abajo rumbo al domicilio de su balbuceante pasajero.
De súbito, a la altura del Cine Omiste, unos cinco o seis malandrines, en son de diversión, emprendieron a puntapiés contra el añoso Ford que pasaba junto a ellos. En respuesta a la arbitraria agresión, el conductor descendió iracundo para defender su vehículo; sin embargo, en su premura, omitió accionar los frenos y enganchar la caja de velocidades. Como es de suponer, sin chofer, el descontrolado taxi enfiló raudamente por la pendiente llevando consigo a su alumbrado pasajero. El arrebato fue tan grande para Chafy que, en un abracadabra, se despabiló de las telarañas del alcohol y, prendiéndose al volante, empezó a maniobrar el carro como un poseso, pero… desde el asiento trasero. En esas estaba, ¡cuando repentinamente recordó que no sabía conducir!
Cual gigantesco coche sin motor, el Ford atravesó como un bólido frente a la Catedral, al edificio de teléfonos, a la Casa de Moneda y a otros inmuebles coloniales. Entretanto, Chafy disparatadamente aferrado al volante desde el asiento posterior, con las greñas en punta y con la buenaventura de los temulentos, evitó milagrosamente chocar con los edificios anteriormente nombrados. A tal grado llegó su angustia que, en su tentativa de frenar, insulsamente encendió y apagó repetidas veces los botones de la radio y de los limpiaparabrisas. Finalmente, no pudiendo controlar por más tiempo el ingobernable automóvil, y luego de cruzar el recodo de las calles Bustillo y Ayacucho, se estrelló arrancando chispas contra un poste de señalización de tránsito que así prescribía: «Precaución, zona escolar, velocidad máxima 5 Kms. por hora». El impacto fue tan brutal, que el poste quedó segado desde la base, como si lo hubiese cortado una guillotina.
Acto seguido, el pesado auto colisionó contra las puertas de metal que custodiaban la temblorosa Torre de la Compañía de Jesús, dejándolas completamente abiertas y desencajadas; a pesar de ello, la movilidad no se detuvo y rebotando fue a chocar estruendosamente contra el frontis del liceo de señoritas Santa Rosa, dañando considerablemente uno de sus ventanales y logrando que, con la conmoción del edificio, se precipitara una parte de la cornisa sobre el endemoniado cacharro que, por fin, detuvo su alucinante carrera. Ante semejante desmadre, la despampanante luna aymara vaciló en la incomparable bóveda azul, en tanto que las estrellas, entre sorprendidas y curiosas, hacían un paréntesis en su risueño titilar.
Después de un prolongado silencio, entre nubes de polvo, y más muerto que vivo, el desdibujado Chafy, tosiendo como un tuberculoso, abrió una de las desvencijadas portezuelas del taxi. Inexplicablemente, no había sufrido ni un sólo rasguño. En cambio, el vetusto Ford se encontraba seriamente abollado y descuajaringado, puesto que tenía el capot levantado, el radiador roto, el parabrisas trozado, el volante partido, además de innumerables destrozos. Seguidamente, se postró de hinojos y agradecido por encontrarse con vida murmuró una oración. En ese ínterin, irrumpió en el lugar de la catástrofe el atolondrado chófer del taxi, le acompañaban tres policías despistados, quiénes acusaron injustamente a Chafy de robar el vehículo y de haber perpetrado otros actos delictivos emergentes del hecho. Por toda respuesta, el inculpado dejó caer dos gruesos lagrimones de impotencia y justa indignación.
A punto de finalizar, debo agregar que esta condimentada peripecia -narrada a un grupo de insomnes partidarios del desatino por el epicúreo y lenguaraz Alfredo– aún causa controversia en la ínclita Villa Imperial, porque hay quienes afirman que, en ese entonces, Chafy fue detenido e inmediatamente obligado a resarcir todos los daños y perjuicios derivados del embrollado suceso. Por contrapartida, otros aseguran que, asumiendo defensa legal, pudo demostrar su inocencia y, consecuentemente, salir exento de toda culpa y pena. Por último, ciertos destripacuentos y hombres de poca fe, sostienen que ésta historia jamás acaeció y que, el mismísimo Chafy, es una fábula de viejas y beodos, ya que nunca existió.
NOTAS DE PIÉ DE PÁGINA
(1) Alfredo Navia Ballester, primogénito del matrimonio Navia Ballester, familia propietaria de la ferretería Stanley, ubicada en la época reseñada en la calle Quijarro No. 32, entre Bolívar y Matos en la ciudad de Potosí.
(2) Chafy, seudónimo abreviado de chafallo y cáustico apodo de Hebert Velásquez Galván, segundogénito de los dueños de la reparadora de calzados Frobana, situada en aquel tiempo en una de las esquinas de la vieja Plazuela del Rayo o Plazuela 25 de Mayo en la Villa Imperial. Hoy, la Frobana, sigue prestando servicios en la capital de Bolivia (Sucre, en la calle Aniceto Arce No. 301.
Chafallo, parche de cuero, tela o goma utilizado por los zapateros remendones del occidente boliviano en la compostura de calzados a medio uso.
Hebert Velásquez Galván (Chafy), años después, encontrándose en la ciudad de Sucre con el causante del presente quehacer literario, corroboró la narración efectuada por Alfredo Navia Ballester aquella madrugada invernal de 1978, añadiendo otros sabrosos pormenores y, primordialmente, otorgando su consentimiento para posibilitar la presente publicación.
Vértigo en la noche –además de una rememoración literaria datada- es una pesquisa sociopatológica verificada en uno de los bares más peculiares y representativos de Potosí, merced a su heterogénea concurrencia social. Paralelamente, esta narración, es una indagación parcial del comportamiento social nocturno en el Potosí de esos días, la misma que también transita raudamente por los ámbitos de la psicología social. Para ambos cometidos, se utilizó como métodos de investigación la observación, la experimentación y otros.
Este potosinísimo episodio, que pende en un cuadro amarillento en el salón principal de la benemérita Unión Obrera desde hace varios años atrás, fue transcrito del original de su referencia por un amigo dionisiaco y bienintencionado; empero, éste, al realizar su loable y desprendida faena, incurrió en ciertas omisiones y equivocaciones que fueron enmendadas e implementadas para la presente edición.
Otros trabajos literarios datados del mismo autor se encuentran en la Casa de la Moneda, el Cementerio General, el Comité Cívico Potosinista y el hotel Coloso Potosí en la Ciudad Única.
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El autor es abogado, escritor y músico.
Email: medrano_solares@yahoo.com