Desde su nacimiento, una de las ciudades que más se identificó con los espectros, las almas en pena, los espíritus, los condenados y todo tipo de fenómenos paranormales fue, sin lugar a dudas, la Villa Imperial. Aún en nuestros días, a tal grado llega la superstición en su seno que, la mayoría de sus gentes, apoyándose en su inagotable imaginario popular y portentoso sincretismo cultural, siempre hallan la ocasión para ponerse en contacto con lo invisible y sobrenatural, creyendo percibir las enigmáticas humaredas del Más Allá en cualquier recoveco de la vieja e histórica ciudad. El advenimiento de un nuevo milenio, con su carga de pragmatismo y escepticismo, no logra impedir de que algún fantasma desubicado en el tiempo y en el espacio, de vez en cuando, retorne desde edades pretéritas para compartir con sus crédulos moradores reencuentros escalofriantes, pero necesarios para conservar una relación siniestra y centenaria que, con certeza, enriquece el patrimonio intangible de la capital que vigila el desfigurado Coloso de Plata.
Si bien todas las regiones de Bolivia y América cuentan con narraciones fantásticas, las historias de aparecidos en Potosí son tan prestigiosas e inacabables como sus legendarios filones, las mismas que se reproducen, generación tras generación, como espontáneamente se multiplica la rubia paja brava en sus abruptas montañas. Las historias de novias espectrales tienen una larga data y empiezan en la colonia, para luego dilatarse hasta nuestros días, pudiéndose deducir sin mucho esfuerzo los rastros indelebles de la época en que se produjeron. Generalmente, estos relatos misteriosos, tienen como denominador común a una mujer ataviada con un traje de bodas que torna desde la muerte, debido a un agravio de amor que le produjo un gran sufrimiento. En una noche cualquiera, en una callejuela desolada o tras un añoso recodo, emerge la Novia con su níveo aspecto fantasmagórico y su faz de horripilante calavera para sembrar el pánico hasta en los más corajudos nocherniegos y, especialmente, en los siempre desprevenidos vasallos del dipsómano Baco, a los cuáles se les presenta con marcada predilección. La tradición afirma que, el alma maligna de esta atribulada dama, únicamente deja de aterrar a los inocentes mortales cuando un sacerdote oficia una misa en su memoria; merced a ello, su alma deja de penar y finalmente encuentra la anhelada paz eterna. A propósito, ahora es cuando se hace menester narrar una singular y peregrina historia que acaeció hace un tiempo atrás.
Era la época en que gobernaba al país el Gral. David Padilla Arancibia, quién mediante un decreto había convocando a elecciones para el 1ro. de junio de 1979. Esta disposición aflojó automáticamente la tensión social y política en la que entonces se debatía el pueblo boliviano. El filo de la medianoche del antepenúltimo día de marzo del referido año, sorprendió al noctívago Gato transitando las callejas ondulantes de la Ciudad Única, se percibía en él la urgencia de sumarse a quienes esperanzados se ocupaban, con antelación de dos meses, de pintar consignas políticas contestatarias al putrefacto y repulsivo sistema imperante. Como la mayoría de los ciudadanos, no pertenecía a ningún partido político; empero, su corazón indómito galopaba jubiloso en su pecho al constatar que el pueblo, pese a estarse desangrando, de a poco estaba venciendo a la “dictadura de las charreteras” en la urgente y testaruda batalla por reconquistar la democracia. Luego de pintarrajear los muros con mensajes insurgentes, y a modo de festejar el momento preelectoral, el Gato y su guitarra errabunda juntaron sus voces y elevaron su canto repleto de sonoridades emancipadoras por encima de las conciencias amodorradas por el conformismo y el miedo. Inmediatamente, se adhirieron entusiastas las voces de los esperanzados e improvisados pintores murales que anónimamente luchaban por lograr una apertura democrática. Y así todos hermanados, entre cánticos, recordaron a los rastreros idólatras del yugo que, desde antaño, hubo y habrá hombres denodados para los que la dignidad, la libertad y la justicia no son utopías ilusorias e impracticables.
Sin embargo, cuan lejos estaban de intuir que, a los bolivianos, el futuro mediato todavía les deparaba jornadas luctuosas provenientes de hombres mutantes convertidos en ratas, como Natusch Buch, García Meza, Arce Gómez y otros, que haciendo uso de la barbarie fratricida asaltaron el Poder del Estado el 1ro. de noviembre de 1979 y el 17 de julio de 1980, respectivamente. Años más tarde, el 10 de octubre de 1982, ahíta de la sangre del pueblo se erigió al fin la escurridiza democracia pactada y, ésta, a partir de aquella fecha, y debido a la desideologización globalizadora y paulatina de los principales partidos políticos, reiteradamente fue envilecida y mancillada, como si fuese una meretriz, por incontables políticos tránsfugas y pérfidos al servicio de sus apetitos groseros y de intereses absolutamente extraños a la patria. Pero esto último, es otra historia tenebrosa que pugna por sobrevivir en la frágil memoria del hombre y del tiempo.
El Gato, después de embadurnar las paredes con proclamas democráticas, y luego de haber cantado loas encendidas en favor de las anheladas libertades ciudadanas, se despidió de sus intrépidos e ilusionados acompañantes. Una vez solo, empezó a trajinar su insomnio por las intrincadas calles potosinas. Habían transcurrido dos horas después de la medianoche y el cierzo se complacía arrancando silbidos tétricos de los cables de alta tensión; entretanto, los minúsculos dedos de una impertinente llovizna, al tocar su cuerpo, le pasmaban de frío su alma de juglar. Por experiencia, el empedernido tunante sabía que existían dos clases de obscuridades: una, pacífica y benévola; y otra, amenazadora y peligrosa. Debido al lúgubre entorno reinante, ésta última pareció estar acechando aquel momento agorero.
En su divagar, el Gato llegó hasta la calle Hernández, apenas le separaban unos escasos tres metros para arribar a la esquina de la calle Nogales, ¡cuando de pronto escuchó una estridente y demoníaca carcajada ! -y casi al unísono- ¡un alarido desesperado y pavoroso! Su corazón de bohemio se petrifico por unos instantes y le recorrió por la espina dorsal un frío de lápida. Librándose de esta primera impresión, giró raudamente en torno a la esquina y, avanzando unos metros, estupefacto pudo observar mediante los destellos de un relampaguear intermitente que, a la altura de la «Plazuela 1ro. de Octubre», se perfilaba la figura espeluznante de una mujer vestida de novia, la misma que estaba inclinada sobre un bulto tirado en el suelo al que revolcaba de un modo rabioso y salvaje. La Dama de Blanco, advirtiendo la súbita presencia del Gato, se irguió de un modo amenazador y espectral y, enseñándole su marfileño rostro de calavera, le dejó que adivinara sus pupilas de fuego. Acto seguido, se escurrió como una alucinación óptica en la noche coagulada de sombras. A lo lejos, volvió a escucharse su reír desaforado al que se unieron los ecos más débiles de otras risas fantasmales.
Llegado desde el oscurantismo de las primeras edades, un temor supersticioso y primitivo intentó apoderarse del Gato. Empero, el racionalismo indócil que le habitaba, sumado a su invencible curiosidad felina, poco a poco pudieron disipar la nube negra de su recelo. Luego, con mucha precaución, paso a paso se acercó al bulto yaciente en el piso y, con perplejidad, advirtió que se trataba de un hombre desarropado al que le manaba sangre de la nariz en forma profusa. El infortunado, con los vestigios de haber ingerido alguna bebida alcohólica hasta el hartazgo, al sentir la proximidad del Gato, se aferró a los pies de éste intentando buscar su protección, susceptible de que todavía pudiese retornar el espantajo; mientras que, con los ojos desorbitados, farfullaba palabras totalmente incoherentes como efecto de la impresión que le había causado la horrida visión. Una aguda sospecha empezó a tomar forma en la mente del Gato. Un minero que en ese momento pasaba por el sitio, enterado del insólito hecho y reparandoen la escandalosa desnudez del infeliz, a pesar de la llovizna y del frío, consternado y fraterno le obsequió un sobretodo de goma que le servía para desempeñar su dura faena y, enseguida, se marcho con mal disimulada prisa, no sin antes persignarse medroso una y otra vez.
Nuevamente a solas con la incauta víctima, el Gatode una sorpresa paso a otra, puesto que al estar limpiando con un pañuelo su rostro ensangrentado, con estupor pudo reconocer en sus facciones caballunas a un mal reputado sayón que trabajaba para el nefasto D.O.P. (Departamento de Orden Político) perteneciente a la Policía de la ciudad de Potosí. Este personaje era el mismo que, con un inexplicable odio de alacrán, ejercía el papel de verdugo en contra de aquellos que valientemente se oponían a la oprobiosa dictadura militar. Este hombre, ahora lloroso y aterrorizado como un niño, era el infame que, con la saña de una bestia sanguinaria y alcohólica, desempeñaba su triste tarea de esbirro, utilizando la calumnia, la persecución, el allanamiento ilegal, la tortura, las vejaciones, el robo y otros procedimientos vedados para cualquier hombre de bien. A los pocos instantes del descubrimiento consumado por el solícito guitarrero, arribó un automóvil de alquiler que casualmente transitaba por el lugar, cuyo conductor se ofreció solidariamente para llevar hasta su domicilio al paramilitar caído en desgracia. El Gato, al verle partir movió la cabeza enigmáticamente de un lado al otro. Había dejado de caer la mollizna y una humedad incisiva le mordía la piel y los huesos.
A eso de las cuatro de la madrugada, por inmediaciones de la plaza «El Minero», cuando el Gato regresaba a su hogar con la huella escarlata de los labios de una dulce mujer impresos en su camisa, inesperadamente escuchó de nuevo esa risa perversa que le había causado desasosiego unas dos hora antes, un repentino presentimiento le impulsó a buscar el lugar de donde provenía la misma. Su indagación le llevó hasta una recóndita y pestilente taberna, la cuál se encontraba atestada de hombres y mujeres de baja estofa. En una de las asquerosas mesas, bajo la luz anémica de una solitaria bombilla eléctrica, se destacaba un hombre de semblante anguloso y cetrino y, precisamente en él se originaba esa risotada luciferina que, filtrándose por las rajaduras de las descoloridas paredes, llegaba a expandirse por casi todo el suburbio. El torvo y esquelético personaje tenía los ojos empequeñecidos por la dilatación de sus párpados, sus feroces pupilas parecían flotar en dos charcos de sangre; mientras tanto, ebrio de alcohol y lascivia, con sus manos enguantadas de mugre, estrujaba las carnes flácidas de una desastrada mujer que lujuriosa jadeaba entreabriendo su boca atiborrada de dientes podridos. A su lado, en una silla desvencijada, reposaban olvidados un traje de novia grasiento y una máscara de calavera que se constituían en las pruebas fehacientes de las siniestras andanzas del astuto malviviente. Por un momento, el ligero resplandor de un cigarrillo pareció arrancar una mueca grotesca a la blancuzca y maligna careta.
Luego de su pesquisa, al Gatole pareció una ironía mordaz del destino confirmar, como en horas recientes, un pícaro malhechor había logrado embaucar a un desalmado agente del D.O.P., además de despojarle impunemente de todas sus pertenencias hasta dejarle vergonzosamente desnudo. Aparentemente, se estaba cumpliendo el consabido proverbio: Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón. Paradójicamente, pese a vivir inmerso en el mundo del hampa y del vicio, aquella madrugada tétrica, el protervo policía y paramilitar no pudo diferenciar entre un avispado caco y una criatura del otro mundo; como tampoco supo distinguir, mediante la lógica de su juicio obnubilado por la superstición y el licor, la perceptible línea que separaba lo natural de lo sobrenatural. Con sobrada razón el sabio pintor Leonardo Da Vinci, que gustaba excéntricamente escribir de derecha a izquierda, refiriéndose al ilusorio juicio humano, alguna vez con extraordinaria lucidez anotó en su breviario lo siguiente:[1]«oiciuj oiporp ortseun omoc osoñagne nat yah adaN».
Una mañana de julio, cuatro meses después de lo acontecido, el Gato se encontró fortuitamente con el agente del D.O.P. en la esquina en que se engarzan las calles Bolívar y Sucre, ocasión en que el guitarrista, a la pasada, mordiente y sutilmente le preguntó sí ya conocía la identidad de quien le había atracado. El desagradecido paramilitar se hizo el despistado, contestándole tajante y cínicamente de esta manera: “Señor, se ha confundido de persona”.
Mucho antes que se hubieren cumplido los cien años del perdón prometido por el apotegma aludido, el 1ro. de abril de 1980, la página No. 9 del periódico «El Siglo» consignaba un subtítulo que rezaba así: «DELINCUENTES REMITIDOS A LA PAZ». La noticia detallaba con nombres y apellidos que, un par de ladrones, habían sido despachados a la sede de gobierno después de perpetrar un robo por un valor de $b. 9.800 en la Casa Comercial Salcedo, ubicada entonces en la calle Matos No. 71. El Gato, que en el ocaso de ese día se encontraba leyendo el anotado diario, constató con asombro y sumo interés que, en la fotografía precedente a la información, uno de los dos malhechores, el más espigado y descarnado, era sin lugar a dudas el mismo hombre de faz patibularia que un amanecer lóbrego de fines de marzo del año anterior, personificó magistralmente a la fantasmagórica novia. La corrupta e incompetente Policía Boliviana de aquel momento, sí bien supo desentrañar varios delitos consumados por el temerario y prontuariado sujeto, jamás pudo percatarse, ni sospechar siquiera, sus correrías nocturnas en la Villa Imperial disfrazado de novia espectral con muchísima más osamenta que carne.
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Notas de pié de página
[1] De derecha a izquierda se lee: «Nada hay tan engañoso como nuestro propio juicio». GRANDES BIOGRAFIAS; tomo 1; Pág. 131; grupo editorial OCEANO; impreso en España; año 1998.
Esta historia está sustentada en personas, hechos y lugares auténticos. Cuando, en enero de 1992, el causante de esta narración retornó por unos días a Potosí, se apersonó a la Policía Departamental buscando estudiar el prontuario del malhechor que años antes había personificado intrépidamente a la Novia; mas, en dichas dependencias, después de intentar exaccionarle groseramente por asistirle en la pesquisa, los orondos y campantes “investigadores” le dijeron que se había extraviado la documentación.
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El autor es abogado, escritor y músico.
Email: medrano_solares@yahoo.com
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