Skip to content
Menu

11-S: un año de construcción del imperio, por James Petras

Del CD «Todo sobre Petras»
Rebelión

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Introducción

En el año desde el 11-S la administración Bush ha esta empeñada en un masivo segundo esfuerzo por imponer un Nuevo Orden Mundial, lo que Bush padre había intentado después de la Guerra del Golfo de 1991 una década antes. Para comprender el esfuerzo de la actual administración por construir el imperio es esencial ubicarlo históricamente, particularmente en el contexto de la década anterior y del fracasado intento del padre de Bush y los limitados avances imperiales de la presidencia de Clinton.

La segunda parte del ensayo presentará un marco teórico y analítico para comprender las particularidades de la construcción del imperio en el nuevo milenio, particularmente el gran ímpetu que se le dio en el año después del 11-S. Esta sección será seguida por una discusión de los nuevos temas y objetivos estratégicos enunciados y su aplicación a regiones específicas. Esto requiere entrar en detalles sobre las interrelaciones entre la construcción del imperio y las particularidades del régimen de Bush y la naturaleza cambiante del capitalismo de EE.UU. Esta sección conclusiva se concentrará en las contradicciones políticas y económicas internas del segundo esfuerzo por crear un Nuevo Orden Mundial así como el nuevo contexto internacional, particularmente los conflictos con aliados-competidores en la Unión Europea y los movimientos populares de masas en América Latina, el Oriente Próximo y Europa.

Contexto histórico para los cambios un año después del 11-S

La clave para comprender los cambios en el año desde el 11-S es el segundo esfuerzo por construir un Nuevo Orden Mundial, el que Bush (padre) y el régimen de Clinton conceptualizaron pero no pudieron imponer con éxito.

El Nuevo Orden Mundial I, según un documento de estrategia de alto nivel preparado para funcionarios superiores de la Administración de Bush (padre) preveía un mundo en el que EE.UU. podría dominar a sus aliados europeos y japonés, aislar a sus adversarios y sostener a sus regímenes clientes. EE.UU. sería la potencia mundial indiscutida, capaz de asegurar un control absoluto sobre los recursos estratégicos y un sitio privilegiado en el mercado mundial («Guías para la Planificación de la Defensa en los Años Fiscales 1994-1999» New York Times, 8 de marzo de 1992, p.14). Escrito durante el primer arrebato por la victoria militar en la Guerra del Golfo, el documento proyectaba la coalición militar coyuntural dominada por EE.UU. como la base para una construcción del imperio estable, a largo plazo. Como era predecible («Imperio o República», Petras y Morley, 1995), el Nuevo Orden Mundial no se concretizó. La alianza de tiempos de guerra se debilitó, los boicots de los adversarios se debilitaron, y aunque el imperio avanzó en los Balcanes, fue desafiado en el Oriente Próximo, en América Latina y en las calles de Europa y de EE.UU. Irak fue aceptado en los consejos pan-islámicos y en la OPEC, mientras la mayor parte de Europa, y prácticamente todos los países árabes y musulmanes se oponían a la agresión militar de EE.UU. Irán y Libia desarrollaron relaciones diplomáticas y lazos económicos con Europa, con los países del Oriente Próximo, África y Japón. La Unión Europea mejoró su posición competitiva penetrando Europa Oriental y Rusia, sobrepujando a las firmas de EE.UU. en América Latina y en el Oriente Próximo, mientras el capital chino de ultramar obtenía una gran porción del mercado chino. Las protestas internacionales que comenzaron en Seattle y se expandieron por todo el mundo, cuestionaron la Organización Mundial de Comercio dominada por EE.UU. y Europa, y sus planes de repartirse la economía mundial. Incluso en EE.UU., el público rechazó a Bush y su visión de un «Nuevo Orden Mundial» (NOM), votando por Clinton, pensando erróneamente que se pondría a reconstruir (en lugar de destruir) la red de seguridad social. En lugar de un NOM centrado en EE.UU., el público y los movimientos de masas presionaron con éxito a favor de controles internacionales de la contaminación corporativa, por restricciones en el uso de minas terrestres, por acuerdos de desarme y por limitaciones a la explotación corporativa de la mano de obra del Tercer Mundo. La Intifada palestina, el avance de las guerrillas colombianas y la crisis en los estados clientes neoliberales debilitaron aún más la noción de un NOM. Internamente, el crack de la economía especulativa, sobre todo el del sector de la tecnología de la información a principios del siglo XXI, ciertamente debilitó la atracción y centralidad de EE.UU. como un bastión para inversionistas. Aunque Clinton pudo expandir el Imperio hacia los Balcanes con la guerra contra Yugoslavia, conquistar Kosovo, y dominar Macedonia, y al hacerlo recrear una coalición bélica dirigida por EE.UU. los logros tuvieron lugar en regiones no estratégicas con más significación geo-militar que económica.

El 11-S fue el punto de partida para un relanzamiento de la segunda versión del NOM. Las diferencias entre el NOM I y II, se encuentran en las «lecciones» sacadas por los estrategas del fracaso del primer intento y de los escritos de Brzezinski (Brzezinski 1997). Muchos de los miembros del equipo de Bush padre se encontraron en la segunda administración Bush. Las principales lecciones extraídas por los constructores del imperio del fracaso anterior, fueron que no se puede asumir la lealtad de los aliados, que la anterior Guerra del Golfo no fue bastante lejos (la conquista de Bagdad, la ocupación de los pozos petrolíferos –la total colonización directa) y que la guerra había sido demasiado «localizada» y «limitada en el tiempo». Al lanzar el nuevo proyecto de construcción del imperio, la administración Bush tomó pasos decisivos para destruir todas las restricciones en el ejercicio del poder, acusando a los tratados internacionales y a la legislación de los derechos humanos del fracaso del NOM I. De manera sistemática, en los meses antes del 11-S, y del lanzamiento de NOM II, la administración Bush abrogó el Acuerdo de Kyoto, el acuerdo antimisiles, la Corte Internacional y numerosos otros acuerdos. El propósito de esas acciones unilaterales fue crear condiciones óptimas para favorecer a las compañías multinacionales de EE.UU., emprender guerras de conquista y expandir las operaciones militares. Existían varios factores restrictivos internos que debían ser superados para poder lanzar el NOM II. La administración Bush era una presidencia minoritaria –basada en un recuento dudoso de votos. La economía interior estaba sumida en una recesión. El mercado de valores estaba cayendo y el déficit comercial crecía. Contra esto, la administración Bush podía contar con el precedente de las Guerras de los Balcanes de Clinton, racionalizadas como Intervención Humanitaria, como un elemento para montar nuevas invasiones militares. En segundo lugar, se podía contar con el influyente lobby israelí, sólido en su respaldo al régimen ultraderechista de Sharon, para respaldar todo ataque militar de EE.UU., particularmente contra todo régimen árabe o musulmán que tuviera una actitud crítica hacia Israel. Además, el uso del «antiterrorismo» por Sharon para justificar su masivo terrorismo de estado, coincidía maravillosamente con la estrategia de construcción del imperio de Washington.

El NOM II necesitaba un evento disparador que superara las restricciones internas, traumatizara a los aliados llevándolos a la subordinación, y justificara la intervención militar de EE.UU.: el 11-S iba a la perfección. A través de una habilidosa imaginería mediática, repetida interminablemente en todo el mundo, un incidente terrorista localizado fue transformado en un evento de importancia mundial –el que por su parte fue utilizado como la base para lanzar una verdadera cruzada militar mundial, cuyo objetivo en última instancia era el NOM II. El 7 de octubre de 2001, fue lanzado el nuevo, más virulento, proyecto de construcción del imperio. Afganistán fue bombardeado basándose en argumentos tendenciosos: que los terroristas del 11-S fueron dirigidos por Bin Laden y Al Qaeda, y que Afganistán, el país en el que residía, era responsable en última instancia. El pedido de negociaciones de Afganistán, y su oferta de entregar a Bin Laden a EE.UU. si se suministraba evidencia, fueron rechazados categóricamente. El NOM II no podía preocuparse de simples ofertas razonables cuando había una razón superior: una empresa de construcción de un imperio mundial.

Los medios de propaganda de masas jugaron un papel importante en el apoyo del NOM II –un esfuerzo profundamente ideológico. Desde el momento en que la administración Bush anunció una «guerra antiterrorista» sin fin contra una conspiración terrorista mundial que amenazaba a cada vehículo de transporte, público o privado, a cada una y a todas las ciudades, pueblos o aldeas, los medios de masas en todo sitio ampliaron y repitieron el mensaje. El presidente Bush fue transformado de un Presidente minoritario al padre y protector de la Nación, con el derecho de limitar las libertades, de gastar sumas interminables para los militares y la inteligencia y de emprender una guerra ilimitada.

Los eventos del 11-S aseguraron efectivamente la ascendencia de los constructores militares del imperio sobre la política exterior y la preeminencia de los capitalistas compinches personificados por Enron en la política interna.

Marco teórico y analítico

El imperialismo, escribió Lenin, es la etapa final del capitalismo, en la que gigantescas fusiones entre carteles en competencia, de banqueros e industriales, crearían el marco para una confrontación final entre el capital y el trabajo en el escenario mundial. La economía política mundial desde el 11-S muestra algunas de las características fundamentales descritas por el revolucionario ruso, muchas resultantes de tendencias históricas en gran escala precedentes al evento terrorista. La dificultad metodológica para discutir las estructuras, políticas y eventos resultantes, un año después del 11-S es precisamente reconocer cuánto de lo que emergió «en toda su extensión» en el año desde el 11-S había estado presente en una forma menos virulenta durante las últimas décadas. Es importante, al evaluar y analizar la naturaleza y los procesos desde el 11-S, anotar esas continuidades en los procesos y estructuras como una medida para poder comprender el año pasado.

Para comenzar, desde el fin de la II Guerra Mundial, Washington expandió su presencia militar, económica y política en todo el mundo a través de sus corporaciones multinacionales, sus bancos, sus intervenciones militares, guerras y bases. La expansión imperial no fue un proceso linear, más bien fue un período de frena y avanza, de ímpetu agresivo y de retirada (temporal) obligada.

La década que precedió al 11-S combinó una aleación explosiva de conquistas militares, guerras, expansión especulativa en gran escala, saqueo, y una reducción relativa en la influencia político-diplomática en sectores clave de la economía mundial.

Aunque Washington pudo controlar el espacio aéreo iraquí y un tercio de su territorio a través del régimen cliente kurdo, no pudo derrocar o aislar al régimen de Sadam Hussein. Irak recuperó su posición en las organizaciones internacionales –OPEC, las organizaciones islámicas, sus relaciones con muchos estados del Golfo vitales –y relaciones comerciales abiertas o apenas «encubiertas» con multinacionales europeas, medio-orientales o incluso de propiedad estadounidense. La misma disminución de la influencia de EE.UU. se hizo evidente en los casos de Irán, Libia, Sudán y Palestina –cada país o rompió el boicot de EE.UU., o en el caso de Palestina se lanzó a una importante confrontación con Israel, el principal aliado de EE.UU. en la región. Grupos armados islámicos se lanzaron también en exitosos ataques contra importantes objetivos diplomáticos y militares de EE.UU. en el Subsahara africano y en el Oriente Próximo. EE.UU., por su parte, progresó en su presencia en los Balcanes, conquistando Kosovo y estableciendo regímenes clientes en Macedonia y en Yugoslavia serbia. Claramente, el imperio de Washington se expandía en áreas militares estratégicas y perdía terreno en las regiones económicas estratégicas.

América Latina siguió siendo un terreno en disputa. Casi todos los regímenes eran clientes leales de EE.UU. facilitando y promoviendo el saqueo en gran escala y a largo plazo, mientras al nivel sub-nacional, los movimientos de clase y anti-imperialistas nacionales, y los movimientos étnicos de clase iban ganando en fuerza, particularmente en Colombia, Argentina, Bolivia y Venezuela. En este último caso, la política exterior nacionalista del Presidente Chávez, particularmente importante como un vital proveedor de petróleo de EE.UU., atrajo la atención especial de los expertos en desestabilización de Washington.

Internamente, severas tensiones económicas y crisis de legitimidad política, debilitaron los fundamentos del imperio global. La burbuja especulativa reventó y la «nueva economía» entró en una aguda declinación llevándose cientos de miles de millones de dólares en pérdidas de los inversionistas. Las elecciones de 2000 fueron decididas por el fraude electoral y por una decisión judicial partidaria, entregando la victoria a un presidente minoritario sin mandato para gobernar. La ilegitimidad de la Presidencia fue un problema serio en la administración y expansión del imperio. Las limitaciones políticas y económicas internas de la construcción del imperio –un mandato presidencial débil y una economía severamente debilitada y recesiva –iban en sentido contrario a la ideología ultra de construcción del imperio de las principales voces en la administración Bush -Rumsfeld, Cheney, Wolfowitz, Rice, etc. Existía la obvia necesidad de un dramático «evento disparador» que permitiera que el régimen de Bush superara esas limitaciones internas y relanzara la visión de su padre de un Nuevo Orden Mundial dominado por EE.UU.

Ese evento fue el 11-S y las circunstancias que lo precedieron indican que hubo amplio conocimiento previo entre los aliados y los principales funcionarios de la administración Bush de que se estaba preparando un importante ataque contra instalaciones de EE.UU.

Los eventos y las reacciones de EE.UU. al 11-S reavivaron la visión de un Nuevo Orden Mundial, y resultaron en medidas políticas internas y exteriores de gran repercusión. Se aprendieron tres lecciones del intento fracasado del padre de Bush. La construcción del imperio no se puede basar en decisiones compartidas con aliados europeos y asiáticos. Sólo la toma unilateral de decisiones construirá un único imperio de EE.UU. En segundo lugar, un imperio mundial requiere guerras continuas, sin límites en el tiempo o el espacio, que lleven a la conquista y a la ocupación, y no simplemente a la derrota militar de un adversario (como la derrota de Hussein por Bush padre), que puede renacer de las cenizas. Era necesario elaborar una ideología que movilizara un continuo apoyo público para la guerra permanente para evitar el reflujo del apoyo y la vuelta de la atención pública a la crisis interna y al descrédito del régimen –como sucedió con Bush padre después de la Guerra del Golfo, y su derrota electoral durante la recesión de 1991-1992 (Furedi 1994).

Hay dos tipos de atractivos imperiales; uno que moviliza la identificación pública con el imperio, basado en la superioridad racial o nacional, y el otro, las oportunidades coloniales de empleo en ultramar, como sucediera durante el colonialismo europeo del siglo XIX y de principios del siglo XX. La segunda ideología imperial destinada a asegurar apoyo interno no se basa tanto en la afirmación nacional como en la paranoia nacional, cultivada e impulsada por el estado y ampliada por los medios de masas. La campaña de propaganda antiterrorista del régimen de Bush, se concentra en una conspiración terrorista mundial que está siempre a punto de atacar cualquier sitio en EE.UU. (o en el extranjero), a todo individuo, en cualquier momento. Ha servido para unir al país tras el proyecto de construcción permanente del imperio mundial.

Toda una serie de instituciones, la Seguridad Interior, los decretos del estado policial, la legislación ejecutiva y parlamentaria (la Ley Patriota) y amplios aumentos en los gastos militares, de inteligencia y policiales para la vigilancia y el control, han creado un sentido generalizado de masiva inseguridad y de voluntad pública de apoyar las nuevas medidas autoritarias y la intervención militar en el extranjero. El terror psicológico interno es reforzado por ataques generalizados y arbitrarios contra instituciones islámicas internas y contra inmigrantes árabes o individuos árabes estadounidenses –»demostrando» a un público atemorizado que los terroristas están cerca.

Los cambios políticos desde el 11-S destacan algunas de las principales características subyacentes a la cultura política y las instituciones de EE.UU. –la reaserción de la Presidencia Imperial de la era de la Guerra Fría, un estilo paranoide de política reminiscente de la era de McCarthy-Truman, un expansivo aparato arbitrario de estado policial similar al de la era de J. Edgar Hoover y una ideología de guerra permanente comparable a las cruzadas mundiales anticomunistas del medio siglo pasado. Lo que es único en este año y el pasado, es la combinación de todas estas características en el breve período de un año y su contexto –un período de profundización de la crisis económica y de una creciente pérdida de aliados políticos.

Imperio: Estrategia militar y fundamentos económicos

El imperio comienza con la conquista militar y/o política, pero en última instancia se basa en la economía. El actual esfuerzo por construir un imperio mundial se basa en fundamentos frágiles y en un concepto militar voluntarioso en el que los costos militares iniciales son más que compensados por los beneficios económicos finales. El ultra voluntarismo del régimen de Bush se encuentra en la posición unilateralista, en la ruptura de numerosos tratados internacionales y en la exigencia de impunidad para sus soldados, espías y funcionarios públicos que cometen crímenes de guerra en su esfuerzo por construir el imperio. El impulso militar en busca del poder mundial ha deformado severamente la economía interna y externa de EE.UU., provocando un inmenso déficit presupuestario para equilibrar los insostenibles déficits de la deuda externa, y debilitando severamente el dólar. La doctrina del terrorismo genera una huída en gran escala del dólar, junto con otras causas.

Los efectos estructurales más profundos son una economía en baja, una reducción drástica de los fondos de pensión de EE.UU. y el empobrecimiento de decenas de millones de jubilados presentes y futuros. La construcción del imperio es acompañada por la profundización de las desigualdades. La expansión de la capacidad para la guerra en tiempos de contracción de la base económica, aumenta el malestar interior. La «voluntad de poder» mundial de Bush no puede ser sostenida en el contexto de inmensas pérdidas de recursos financieros por la mayoría de la clase media y de la clase trabajadora mejor remunerada. Los medios de masas han aceptado abiertamente el papel de propagandistas principales de las diferentes campañas del régimen: propagar la idea paranoide de que el-terrorismo-está-por- todas-partes, propaganda sin crítica de la visión imperial del mundo del régimen y defensa de todos los clientes autoritarios del imperio. Al mismo tiempo los medios de masas se han visto obligados a tomar posición contra los corruptos capitalistas- compinches ligados al régimen de Bush, disminuyendo la credibilidad de la administración y su capacidad de movilizar el apoyo público para nuevas empresas imperiales.

Imperio – Costos y beneficios

La pregunta de quién se beneficia y quién pierde con la construcción del imperio no es fácilmente respondida –por lo menos desde la perspectiva del desarrollo a largo plazo, en gran escala.

A primera vista, la administración Bush se benefició con la Guerra Afgana y la campaña antiterrorista. La popularidad del régimen aumentó, se extendieron las bases militares, se impuso una legislación represiva, se lograron amplios presupuestos militares y se aporreó a los aliados hasta que se sometieron. Sin embargo, a mediano plazo muchos de estos beneficios aparentes tienen un poderoso lado negativo. El presupuesto pasó a registrar cifras negativas, casi 200.000 millones de dólares de un superávit anterior; el financiamiento de la guerra y del terrorismo hicieron poco por aumentar la competitividad de EE.UU. en los mercados del mundo, resultando en otro déficit comercial insostenible de cerca de 500.000 millones de dólares, y en la caída del dólar y una disminución aguda en el ingreso de esenciales inversiones extranjeras. El fracaso económico de la administración Bush y su incapacidad de mejorar la posición competitiva de las industrias locales llevó a un agudo aumento en las medidas proteccionistas y en los subsidios agrícolas, que contrarió a aún más competidores europeos y del Tercer Mundo y puso en duda el compromiso de EE.UU. hacia el libre comercio, debilitando así la posición de sectores más competitivos de la economía de EE.UU. El intento ulterior del Congreso de imponer impuestos por miles de millones a dólares a subsidiarias de propiedad extranjera (europea) y de utilizar los fondos para favorecer a firmas de EE.UU., ha llevado a amenazas de la Unión Europea de que podría finalizar la inversión de multinacionales de la UE, causando un colapso del dólar. Finalmente, la campaña paranoide de propaganda de Washington ha llevado a la inseguridad general de los inversionistas y a la huída del capital extranjero a refugios más seguros fuera de EE.UU. Las llamadas campañas anti- terror y los estrictos controles previstos sobre el lavado de dinero amenazan con socavar importantes transacciones financieras en el extranjero y debilitar el sistema bancario.

Además, los lazos entre la administración y los principales directores generales en la industria energética basada en Texas –un claro ejemplo del capitalismo de compinches- y el masivo fraude y el colapso de Enron y de otros gigantes de la energía ha afectado adversamente la confianza de los inversionistas y a millones de pensionistas. El doble fenómeno del corrupto capitalismo de compinches y de la política de guerra permanente ha debilitado los pilares del imperio de EE.UU. y a la administración Bush.

A mediano plazo, los costos económicos y políticos de la construcción del imperio tienen más peso que las ventajas políticas a corto plazo. La administración Bush ha apostado por el «gran juego» para establecer a EE.UU. como centro de un Nuevo Imperio Mundial. Los principales planificadores y estrategas han proyectado su futura expansión y conquista sobre la base de sus primeros progresos (Afganistán, Asia Central), basándose en resultados positivos en áreas marginales de la economía mundial, y haciendo un cálculo militar de enfoque limitado, privado de todo conocimiento estratégico de cómo funciona la economía mundial y cómo EE.UU. depende de centros económicos externos.

El criterio del éxito de los constructores del imperio está edificado casi exclusivamente alrededor del logro de los siguientes objetivos: 1) Cambiar la agenda del mundo: En los meses precedentes al 11-S en Europa y en el resto del mundo había claras señales de un deterioro de la influencia de EE.UU., un aumento de la oposición popular al capital europeo y de EE.UU. y un aumento de la disposición de gobiernos del Tercer Mundo a romper los boicots de EE.UU. contra específicos países del Oriente Próximo (Irak, Irán, Siria y Libia) y Cuba. Dentro de la preocupación pública por los costos médicos y farmacéuticos, el crack de la burbuja especulativa de la tecnología de la información y las inmensas pérdidas de ahorros, aumentaron la presión para una acción del Congreso. La tendencia hacia la regulación del poder corporativo, el control de los precios de los medicamentes y, en general, a concentrar la atención del gobierno sobre la reforma social, se encontraba claramente en aumento. La reacción de la administración Bush al 11-S fue específica y abrumadoramente de enterrar la emergente agenda anticorporativa y social en beneficio de una definición militarista- policial-bélica de la economía política mundial. Bajo una incansable campaña de propaganda orquestada y amplificada a todos los niveles del gobierno, a través de medios de masa homogéneos, la administración Bush pudo llevar el debate público de los fracasos del capital especulativo a las amenazas del terrorismo; de la asignación de fondos para la salud y los medicamentos a vastos aumentos en los gastos militares y de seguridad, de la reforma corporativa interior a las guerras externas; de las inversiones en la revitalización de la economía productiva a los gastos estatales en una vasta nueva red de bases militares en los Balcanes, en Asia Central, en las Filipinas, el Oriente Próximo y América Latina.

La definición militar de la realidad condujo a vastos aumentos en ventas y beneficios para el complejo militar industrial. El Financial Times intituló un artículo «El sector de defensa de EE.UU. embolsa por la guerra de Bush contra el terrorismo» (FT, 18 de julio de 2002, p.16). La reforma corporativa fue enterrada al cultivar los miembros de la administración Bush y dirigentes del Partido Demócrata como el senador Joseph Lieberman la histeria sobre inminentes ataques terroristas. A corto plazo la definición militar-terrorista de la política mundial favoreció a Washington por varias razones. EE.UU. estaba muy preparado e interesado en ampliar su poder global mediante redes militares y de inteligencia, bases militares y regímenes clientes represivos autoritarios. En segundo lugar, el síndrome de la histeria del terror y la campaña de propaganda de masas llevaron a la administración Bush de su estatus minoritario a una «presidencia masivamente popular» y crearon la ilusión de un gobernante superior adecuado para dirigir al pueblo estadounidense (y al resto del mundo) en una campaña global contra los terroristas.

Al manipular al máximo la amenaza del terror, el régimen de Bush declaró simultáneamente la guerra y promovió una serie de leyes antiterroristas que socavaron la mayor parte de los derechos democráticos garantizados por la Constitución. La legislación represiva y la propaganda de masas, por su parte, llevaron a la capitulación de numerosos intelectuales y celebridades progresistas y su aceptación de la invasión afgana y de las definiciones globales del terror.

La definición militar de la política mundial se extendió a todos los foros y reuniones internacionales y dominó las agendas, subordinando temporalmente todos los temas socio-económicos y los conflictos regionales a la campaña antiterrorista. Al determinar la agenda, Washington pudo impulsar su expansión militar y política y subordinar a sus «aliados» en Europa y el Tercer Mundo a su proyecto de dominación global, a la que se refiere eufemísticamente como «liderazgo mundial».

La administración Bush utilizó el 11-S para enfatizar en particular la amenaza terrorista a EE.UU. y, por ello, el derecho a actuar unilateralmente tomando acción militar y rompiendo tratados internacionales. En los meses precedentes al 11-S el régimen Bush ya había indicado su posición unilateralista en un intento desesperado por lograr ventajas comparativas para el declinante negocio de EE.UU. (renegando del acuerdo de Kyoto) y aumentando los gastos militares (renegando del acuerdo antimisiles) para promover su industria aeroespacial. Sin embargo, con el 11-S la administración Bush combinó una mayor intervención estatal a varios niveles: una mayor intervención de los militares y de la inteligencia, un aumento del control del estado en la sociedad de EE.UU. a través de la Ley de Seguridad Interior, un incremento del proteccionismo estatal (acero) y de los subsidios (agricultura) para favorecer a los capitalistas de EE.UU. contra la competencia mundial. El imperio militar-mercantilista sólo podía ser construido unilateralmente ya que afectaba adversamente a aliados y competidores. El antiterrorismo, después del 11-S, se convirtió en el instrumento político para llevar una acción unilateral del estado a ser el factor dominante en la definición del proyecto de construcción del imperio de Washington. Fueron violados acuerdos comerciales a diversos niveles, la Organización Mundial de Comercio fue ignorada, y la OTAN fue marginada al avanzar Washington tras la bandera de la guerra contra el terrorismo.

Las reglas, acuerdos y tratados que gobernaban las relaciones entre EE.UU. y Europa, Rusia y el Tercer Mundo fueron cambiados radicalmente. Con Europa, los hechos consumados reemplazaron a la consulta. La Corte Penal Internacional firmada por la UE no se aplicaría a los soldados de EE.UU. Continuarían siendo impunes ante las acusaciones de crímenes contra la humanidad. Es lógico: ¿quién ha oído hablar de un imperio construido sin genocidio y crímenes militares contra no-combatientes? EE.UU. amenazó con retirar sus tropas de Bosnia y junto con ello formuló la amenaza implícita de dar rienda suelta a sus clientes islámicos bosnios, y engolfar a la UE en una Guerra de los Balcanes. Europa capituló. En el Oriente Próximo, el apoyo incondicional de Bush a la guerra genocida de Sharon debilitó todo esfuerzo de una mediación de la UE o de estados árabes clientes. Ningún pretexto de consultas, sólo imposiciones y rechazos amistosos de dignatarios políticos aliados.

En el caso de Rusia, la administración Bush simplemente desgarró el acuerdo antimisiles basándose en que Rusia se había convertido en una potencia de tercera categoría y en que Putin era un cliente bien dispuesto a la espera de llegar a acuerdos económicos para sus aliados de la mafia en la industria del petróleo («La compañía de Cheney ganó 3.800 millones de dólares en contratos del Gobierno», The Observer, 21 de julio de 2002).

En el Tercer Mundo, Washington aumentó su apoyo a gobernantes autoritarios no- elegidos y organizó golpes para expandir su imperio militar, político y petrolero. El régimen de Bush apoyó a la dictadura de Musharaf en Pakistán, a los regímenes no- elegidos en las Filipinas, Indonesia y Argentina, a un golpe militar-derechista fracasado en Venezuela (cuyo primer acto fue disolver todos los cuerpos elegidos y judiciales), y respaldó a un prominente partidario de los escuadrones de la muerte colombianos como Presidente. En otros países, la administración Bush realizó una intervención flagrante en el proceso electoral, en esfuerzos por imponer a candidatos dóciles. En Bolivia, el embajador de EE.UU., Rocha, amenazó con cortar la ayuda de EE.UU. y cerrar el mercado de EE.UU. si el electorado votaba por el dirigente campesino- indígena Evo Morales, un tiro que salió por la culata, ya que Morales duplicó su votación en las dos últimas semanas de la campaña. En Palestina, el Secretario de Estado Powell, llamó a la suplantación de Arafat y a la instalación de un nuevo gobernante cliente. En todas las regiones del Tercer Mundo, Washington utilizó la amenaza del terrorismo para instar a la adopción de nuevas leyes represivas duras, al establecimiento de bases militares de EE.UU. y de aparatos policiales-militares «antiterroristas» especiales, la mayor parte de los cuales fueron utilizados para reprimir los movimientos populares. La doctrina «antiterrorista» sirvió para «legitimar» la intervención en todo el mundo y para abolir los derechos democráticos. Las principales figuras de esta ola de autoritarismo en Europa Occidental, fueron el Primer Ministro Tony Blair de Gran Bretaña y el Presidente Aznar de España- Blair eliminó convenciones legales de hace 800 años, que prohibían el segundo procesamiento por el mismo delito y el derecho a un juicio rápido, basado en evidencia, (ahora las habladurías y la información sobre antecedentes criminales son consideradas legales en el juicio de un sospechoso).

El aumento del autoritarismo en el Este y en el Tercer Mundo se relaciona estrechamente con el colapso económico del neoliberalismo y la incipiente crisis política. Los movimientos populares han identificado crecientemente al FMI como un instrumento de los banqueros y especuladores occidentales y sus contrapartes locales. La capacidad del FMI y de otras IFIs (Instituciones Financieras Internacionales) de «disciplinar» (imponer medidas para redistribuir la riqueza hacia arriba y hacia fuera) a la mayoría de la humanidad ha sido debilitada. Los regímenes clientes, en algunos casos, como en Argentina, han sido derribados o han sido puestos en peligro, (como en Brasil).

Ante la baja de los mercados, la deflación de la actividad especulativa, y el aumento de la competencia entre la UE, Japón y el sudeste asiático, Washington ha tratado de utilizar la doctrina de la seguridad nacional para apuntalar a estados neoliberales fracasados (la doctrina del nuevo imperialismo) y para obtener enclaves dentro de ciudades portuarias estratégicas de Europa Occidental. EE.UU. ha establecido oficinas de inspección aduaneras en Canadá, Holanda, Francia y tiene planes de ampliar sus operaciones a países en Asia.

El marco político de la construcción del imperio desde el 11-S

Las particularidades del régimen de Bush y de su proyecto de construcción del imperio le ha conferido una calidad militarista y de falta de liderazgo muy pronunciadas. En primer lugar, la exagerada representación del sector energético y de los grupos militares-industriales han incentivado un impulso decidido para conquistar regiones petroleras estratégicas en Asia Central (Mar Caspio), Irak, Irán y Libia (el eje del mal determinado por Bush) e instalar un régimen títere en Venezuela. Los estrechos lazos entre los sectores capitalistas extractivos y el régimen Bush han sido muy visibles a través de la presencia de dos figuras centrales: el Vicepresidente Cheney y el Secretario del Tesoro O’Neil. Los capitalistas extractivos dependen fuertemente de la intervención política y / o militar para lograr el acceso privilegiado a la explotación del subsuelo de las naciones, particularmente en el Tercer Mundo.

En segundo lugar, el régimen Bush ha estado profundamente inmerso en la actividad clepto-corporativa, cuya estructura y cultura se basan en la propaganda engañosa, en la concentración del poder ejecutivo, en el saqueo en gran escala de los inversionistas privados y en la protección estatal (o por lo menos la tolerancia). No es un régimen de exitosos empresarios ligados a auténticos innovadores capitalistas. El éxito de sus principales miembros (incluyendo a Bush, Cheney, y otros) y patrocinadores (Enron, Sun Oil, Halliburton, etc.) se basa más bien en el fraude, el engaño, y la manipulación bursátil. Rodeado por cleptócratas practicantes, que saben más de la manipulación del mercado y del amaño de libros, no es un régimen capaz de competir en los mercados y de realizar beneficios devengados. El camino al poder económico es la influencia política, la monopolización y el control. En la economía internacional, a la elite capitalista cleptocrática le es más fácil conseguir segmentos del mercado mediante la fuerza militar y dirigentes corruptos, que a través de la calidad de los productos.

La elite económica profundamente corrupta y mediocre que rodea e influencia a la administración Bush es totalmente incapaz de imponer un régimen hegemónico –debe buscar la dominación a través de la fuerza. El caso paradigmático es la imposición de EE.UU. del régimen de Karzai en Afganistán, basado en la compra descarada de delegados en la jerga, el llamado Consejo de Líderes Tribales.

La tercera característica del régimen Bush es su acentuado carácter regional y los estrechos lazos corporativos-personales con el capitalismo texano / capitalista. Por ejemplo, la empresa del Vicepresidente Cheney, Halliburton, ganó contratos por 3.800 millones de dólares del gobierno (Observer, 21 de julio de 2002). Si los lazos de Clinton con los estafadores de la tecnología de la información llevaron al ascenso y al colapso de la burbuja de la información, de las fibras ópticas, y de la biotecnología, los lazos de Bush con los felones de la energía y del petróleo y sus cómplices directores generales en general, han llevado al colapso del valor de las acciones, a la huída masiva del capital inversionista y a la aguda baja del dólar.

La cuarta característica de la administración Bush es la falta total de liderazgo capitalista. En medio de las crisis del dólar, de las inversiones y de la bolsa, Bush y sus colaboradores son incapaces de iniciativas estructurales para restañar la salida de cientos de miles de millones de dólares. La vacua retórica del Presidente, el extravagante optimismo de Greenspan (Presidente del Banco Central), el retraimiento del Vicepresidente –enfrentando la investigación del Congreso por amañar los libros- sólo han profundizado las crisis. Inmerso en el pequeño mundo del uso de información confidencial en la bolsa de Texas, Bush carece del equipo de apoyo externo para definir una estrategia económica para confrontar la crisis de las inversiones. Sin dirección externa, Bush tiene pocos o ningún recurso interno, conocimientos básicos, habilidad política, o capacidad de organización para reunir un nuevo equipo para evitar la caída. Los únicos recursos externos que le quedan son su ministro de la guerra, su máquina bélica, y su aparato represivo. Al debilitarse el mercado de valores y la verdadera economía y mientras sus compinches económicos se ponen a cubierto, Bush se basa más en salvar a su régimen a través de la guerra –un masivo ataque contra Irak y el respaldo público a la guerra israelí contra los palestinos. Estas particularidades del régimen de Bush –sus antecedentes capitalistas extractivos y su cultura del amigote, su inmersión en un medio clepto-corporativo, su falta de una estrategia política económica frente a las crisis y su dependencia del aparato de guerra para resolver crisis internas –lo llevan a ver el mundo de una manera militarista y mercantilista y por lo tanto, a actuar unilateralmente y a exigir impunidad.

La doctrina Bush

Las políticas emprendidas por la Administración Bush pueden ser apodadas la Doctrina Bush, incluso si su formulación e implementación han sido realizadas por otros, es decir el Secretario de Defensa Rumsfeld, el Vicepresidente Cheney y el protegido de Rumsfeld, Wolfowitz.

Esencialmente, la doctrina conceptualiza la construcción del imperio como un proyecto militar, y con la excepción de preocupaciones económicas estrechas respecto al control sobre el petróleo y la promoción del complejo militar-industrial, no se otorga una consideración sistemática a los fundamentos económicos del imperio o a las consecuencias económicas de los compromisos militares globales.

Hay pocos elementos en lo que se refiere a la coordinación entre las campañas militares/antiterroristas y los intereses de las corporaciones multinacionales. En la base, la Doctrina Bush presume, en gran parte, que un marco militar global bajo la dominación de EE.UU. asegurará un contexto estable y favorable a la expansión económica de EE.UU. Una presunción que es totalmente inadecuada considerando la creciente competencia económica, los costos elevados y perjudiciales de los gastos militares/antiterroristas (de la Defensa Interna) sobre la economía y la profundización de la crisis económica interna.

La Doctrina Bush es esencialmente un proyecto altamente voluntarista de «voluntad de poder». Voluntarista en varios sentidos interrelacionados: presume que al proyectar el poder militar puede asegurar el respaldo interno, imponer el acatamiento y el apoyo euro-asiático e intimidar a los adversarios. La Doctrina se basa fuertemente en respuestas subjetivas, bajo la noción de que la realidad objetiva puede ser redefinida, e instrumentalizada para servir la construcción del imperio de EE.UU.

La Doctrina Bush (DB) define en este contexto voluntarista, subjetivo y de voluntad de poder, su concepto clave de la guerra permanente –una guerra no limitada en el tiempo y en la que el espacio no es cualificado por ningún tipo de prioridades económicas estratégicas o límites fiscales o financieros internos. La guerra permanente supone recursos económicos ilimitados e incondicionales, un permanente apoyo público y aliados/competidores eternamente acomodadizos.

El segundo concepto clave de la DB es la acción unilateral. Washington no consultará, negociará, y compartirá el poder o los logros. La naturaleza altamente voluntarista del unilateralismo es evidente en la noción de que la creación de hechos forzará el eventual acatamiento de aliados escépticos que en ese momento serán incorporados para controlar y pagar por el mantenimiento del territorio conquistado. El unilateralismo es esencialmente imposición –conquista imperial de adversarios y la sumisión forzada de los aliados europeos. El unilateralismo es claramente la marca de un imperio basado en los militares y en la abrogación unilateral de los tratados de desarme y de limitación en el uso de armamentos. Fue diseñado para dar mano libre a los militares como la fuerza impulsora de la construcción del imperio. Antes del 11-S fue un instrumento para rechazar acuerdos medioambientales y limitaciones en el uso de armamentos. Después del 11-S se ha convertido en el modus operandi de la formulación y la dirección de la política exterior. La invasión y la conquista de Afganistán fueron una decisión unilateral de EE.UU.; la selección y el apoyo al régimen títere fueron hechos en Washington. El venidero ataque militar contra Irak sigue el mismo modelo. La organización y el apoyo al golpe contra el gobierno constitucional en Venezuela estuvieron exclusivamente en manos de EE.UU., La OTAN ha perdido su razón de ser ya que implica algún nivel de consulta con Europa ante los enfrentamientos en ultramar. El nuevo marco internacional es el total control de EE.UU. y la provisión de fondos y vigilancia por los estados europeos y clientes.

El tercer concepto clave es la noción de la impunidad internacional. Los estrategas militares saben muy bien que la conquista y la ocupación imperial implican inevitablemente crímenes contra civiles. La nueva doctrina militar incluye el bombardeo de toda especie viva –la infraestructura de sustentación, la tortura y la ejecución de prisioneros políticos, la selección de objetivos civiles en regiones de conflicto y el mantenimiento por la fuerza de un régimen cliente. El rechazo total y definitivo de Washington de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional de Crímenes de Guerra sobre sus ejércitos imperiales es, en esencia, el derecho a utilizar todos los medios, incluyendo los crímenes contra la humanidad, para la construcción del imperio. La invasión afgana es emblemática: los bombardeos de hospitales, vecindarios, matrimonios, la tortura e interrogatorio de soldados capturados, la negativa de toda responsabilidad por las violaciones documentadas de los acuerdos de Ginebra, hablan claramente del motivo del rechazo de EE.UU. de toda corte internacional de justicia. La impunidad es especialmente importante a causa de la abrumadora naturaleza militar de la construcción del imperio.

El cuarto componente de la DB está íntimamente relacionado con el dominante estado anímico voluntarista: la idea que EE.UU. puede involucrarse en numerosos guerras al mismo tiempo en diferentes escenarios así como en guerras secuenciales. Aunque es verdad que las guerras no tienen las mismas dimensiones, las operaciones militares de EE.UU. en las Filipinas, en Colombia e Irak no tienen el nivel de Afganistán, pero indican una estrategia de guerra generalizada sin prioridades económicas y un sentido de recursos y apoyo público ilimitados. La doctrina de la guerra permanente implica un vasto aumento en el aparato del estado, un crecimiento de los gastos del estado y una mayor intervención del estado en la economía, compitiendo con el sector privado en la búsqueda de recursos financieros. La DB es, intencionalmente o no, altamente estatista u por lo tanto potencialmente antagónica frente a importantes sectores partidarios del libre mercado en su coalición. («País de los no-libres,» (Financial Times Weekend. 20/21 de julio de 2002, p.1) El estatismo domina también la economía con inmensos subsidios de 185.000 millones de dólares a la agricultura y aranceles por sobre un 40% para las importaciones de acero para proteger a los productores de acero de EE.UU. La guerra, el imperialismo y la economía estatista para apoyarla, son los códigos operativos de la DB.

La ideología antiterrorista legitima la DB y a su vez es una de las fuerzas impulsoras de la doctrina. La ideología es un elemento clave en el impulso hacia el imperio a través de la conquista militar. Desde la perspectiva de los constructores militares del imperio en todas las regiones contra toda oposición ya que apunta no sólo a grupos terroristas identificables sino incluye a países sospechados desde los cuales presuntamente operan, y a cualquier grupo con los que hayan interactuado. Incluso más ominoso es que el término terrorista sea utilizado de manera tan fácil que cualquier grupo involucrado en la oposición al militarismo, al imperialismo (la llamada globalización) o a regímenes autoritarios locales, puede ser etiquetado como terrorista y convertido en un objetivo. Insurgencias populares como las FARC y el ELN en Colombia ya han sido etiquetadas como terroristas, llevando a una afluencia masiva de Fuerzas Especiales y de armas de EE.UU. La DB ha ideologizado profundamente su construcción del imperio apartándose de las formulaciones ad hoc de sus predecesores imperiales. La ideología antiterrorista tal como la proclama Bush ha polarizado totalmente el mundo. Washington trata de obligar al mundo a escoger entre el imperio y el terrorismo, entre su ultra-derecha militarista en Washington y la derecha fundamentalista en las calles del Oriente Próximo.

La DB ha dictado una nueva división política del trabajo en la que EE.UU. invade y conquista y los europeos y los europeos y los clientes del Tercer Mundo son llamados a suministrar la seguridad interior (manteniendo el orden en el territorio ocupado) y a subvencionar la reconstrucción económica.

En el año desde el 11-S se ha formulado y aplicado una nueva doctrina imperial beligerante, cambiando las relaciones con aliados y clientes y moviéndose hacia la conquista de territorio, así como de recursos. Paradójicamente, la dirigencia imperial se ha hecho crecientemente provinciana, careciendo de toda visión económica amplia de las necesidades de la clase capitalista en su conjunto y careciendo del respeto más elemental de las reglas básicas del mercado.

La estructura del Imperio

Aunque la administración Bush ha prestado algo de atención a asegurar posiciones privilegiadas en países ricos en petróleo en Asia Central, la fuerza impulsora de la construcción del imperio ha sido un nuevo tipo de colonialismo, construido alrededor de países ocupados, y de la construcción de una extensiva red de enclaves y bases militares en ubicaciones geo-militares estratégicas. Aunque la nueva ola de construcción de bases militares comenzó con Clinton, en ese período se orientaba hacia objetivos geopolíticos específicos. Por ejemplo, a fines de los años 90 la administración Clinton localizó bases militares en Manta, Ecuador, San Salvador, Aruba y Colombia para complementar la guerra de contrainsurgencia emprendida bajo el Plan Colombia. La administración Bush ha ampliado bases militares en todo el mundo, ha construido nuevas bases en las repúblicas centroasiáticas de Turkestán, Kazajstán, y países vecinos. La mayor base militar autosuficiente en Europa ha sido establecida en Kosovo ocupado, para complementar las bases en Macedonia. Nuevas bases han sido establecidas en el norte de Brasil, en el norte de Argentina, además de la previa base de EE.UU. en Chapare, Bolivia. La llamada campaña antiterrorista ha convergido con la campaña anti-droga y las operaciones de contrainsurgencia para dar un poderoso impulso a la construcción generalizada de bases y a la penetración de los aparatos internos de represión, asegurando la libre circulación de agentes de inteligencia y militares de EE.UU. por naciones que solían ser soberanas. La aplicación y la réplica de la legislación antiterrorista y de los decretos ejecutivos de EE.UU. por los regímenes clientes han facilitado el acceso de EE.UU. y ha convertido la legislación de EE.UU. en la ley de facto del país. Funcionarios aduaneros de EE.UU. operan ahora en los mayores puertos de Europa y Asia usurpando funciones que eran típicamente realizadas por nacionales de los países. Nuevos acuerdos militares han sido firmados en las Filipinas, Europa Oriental y América Latina posibilitando operaciones militares conjuntas bajo el comando de EE.UU. Las peculiaridades del imperio actual de EE.UU. se encuentran en el hecho de que esta expansión del poder es un costo y ofrece, por lo menos por el momento, pocos beneficios económicos. Las salidas de gastos militares benefician, en parte, a compañías de construcción de EE.UU., pero en general el efecto es de aumentar aún más el déficit de las cuentas con el extranjero. Ninguna de las principales bases en los Balcanes, Asia del Sudeste o América Latina está ubicada cerca de, o en relación con, regiones rentables susceptibles de ser explotadas. Las únicas excepciones posibles son las bases en Asia Central próximas a los depósitos de petróleo del Caspio.

La disociación de la expansión militar de EE.UU. de la explotación rentable de recursos económicos no es ni un accidente ni el resultado de un fracaso personal. Es en gran parte el resultado de una crisis de liderazgo encastrada en la naturaleza cambiante del capitalismo de EE.UU.

La dirigencia política: especulación y crimen en los despachos

Durante los últimos 25 años, el capitalismo de EE.UU. se ha desarrollado de un capitalismo industrial regulado a ser un capitalismo especulativo-cleptocrático. Comenzando con la presidencia de Carter y acelerándose más adelante, el estado dejó de regular la economía para beneficiar a la clase capitalista en su conjunto. Particularmente con las presidencias de Bush (padre) y Clinton, la desregulación fue acompañada de una fiebre especulativa y por estafas generalizadas. Primero con el colapso de Ahorros y Préstamos de 500.000 millones de dólares, y luego con la ruptura de la burbuja de la tecnología de la información, y luego, en la etapa más reciente, con los casos de mayor repercusión de estafas y fraudes de directivos corporativos en la historia de EE.UU. Toda la clase política, incluyendo a los dirigentes de los dos principales partidos políticos, estuvo profundamente implicada en la busca de fondos y en el apoyo a la insolvente Savings & Loans, en la promoción de la burbuja de la tecnología de la información y en la recepción de contribuciones a la campaña electoral de los principales directores generales implicados en el fraude corporativo. El crimen es la norma en la elite política y económica y la impunidad es un corolario importante.

La acumulación de la riqueza privada y la protección por la elite política profundamente entrampada en la promoción de intereses capitalistas especiales, disminuyeron la capacidad y la voluntad de los dirigentes políticos de formular una estrategia global económica coherente para promover el imperio corporativo. Intencionalmente o por omisión, la construcción del imperio cayó en manos de los estrategas militares, mientras los políticos basados en los especuladores y estafadores, suministraban la cobertura ideológica. La incapacidad de la dirigencia política de EE.UU. de reaccionar ante la masiva huída de capital –de la bolsa, del dólar y del país –se debió a que eran cautivos de la dependencia del capitalismo cleptocrático de los amigotes, del financiamiento por intereses especiales. Los llamados de Bush a la responsabilidad corporativa o a la conciencia corporativa suenan vacíos para la inmensa mayoría de los inversionistas, que ha presenciado los fracasos de la autoregulación corporativa. La conducta criminal de los directores generales y las falacias de los banqueros de negocios han debilitado seriamente el mercado bursátil y han violado las reglas fundamentales del mercado. Igualmente importante es que se ha producido un equipo de dirigentes políticos que son notoriamente incapaces de ver más allá del círculo de sus amigotes capitalistas y que se basan en el aparato militar y de inteligencia para definir el contenido y el estilo de la construcción del imperio.

Los resultados son peligrosos tanto para el mundo como para un imperio insostenible. El ultra-voluntarismo expresado en las proyecciones unilaterales del poder aíslan a EE.UU. de sus aliados. A pesar de las afirmaciones de los ultramilitaristas como Rumsfeld y Wolfowitz, EE.UU. no puede gobernar solo el mundo, ni siquiera en conjunto con su sátrapa israelí. La expansión militar no puede sostener a sus regímenes clientes –ni siquiera si la población civil es ensangrentada y golpeada. Es igualmente importante que los cada vez más débiles fundamentos económicos internos del imperio están reduciendo el apoyo político del régimen y limitando los recursos disponibles para el creciente presupuesto militar y de seguridad. Finalmente, aumenta la oposición política contra la elite corporativa corrupta y fraudulenta dentro de EE.UU. y en el exterior, la oposición popular de masas está creciendo en América Latina, en el Oriente Próximo y en Europa. La falta de mecanismos correctivos internos –a pesar de la esperada legislación voluntaria o punitiva- significa que la economía se mueve posiblemente hacia una caída de importancia, comparable con el colapso de 1929.

Aspectos teóricos: la estructura y la operación del imperio de EE.UU

El proyecto de construcción del imperio de la administración Bush presenta importantes aspectos teóricos. Ante todo, es la relación entre los sectores de los militares y la inteligencia del estado imperial con los componentes económicos; en segundo lugar, la relación entre los sectores militares del estado con las corporaciones multinacionales y la economía interna; tercero, la relación entre el capitalismo de los amigotes (sectores de la clase capitalista con lazos regionales, personales y políticos estrechos con la administración) y el estado y su impacto en la economía y en la clase capitalista en su conjunto; cuarto, la relación entre el estado y la economía en un período de guerra y de construcción unilateral del imperio.

El aspecto más notable de la construcción del imperio en la actualidad es la autonomía del Pentágono frente a la clase capitalista y a la mayor parte de los sectores de la clase capitalista. El Pentágono ha intervenido en regiones muy poco rentables, con los cocientes más elevados de costos y más bajos de rendimiento: Afganistán, Kosovo, Macedonia, Filipinas, Pakistán, etc. En segundo lugar, la acción militar del Pentágono ha generado mayor hostilidad en las áreas productoras de petróleo, que son actualmente áreas lucrativas para importantes inversionistas de EE.UU. –sobre todo el Oriente Próximo. En tercer lugar, la administración Bush ha dado un apoyo incondicional a Israel contra cientos de millones de musulmanes, favoreciendo a un poder colonial expansionista beligerante por sobre y contra intereses económicos vitales de EE.UU. Finalmente, los costos económicos de la construcción del imperio basada en los militares son astronómicos y los beneficios económicos se limitan a un limitado círculo de industrias basadas en los militares. El déficit presupuestario se ha disparado, las restricciones de seguridad han aumentado los costos del comercio debido a las demoras y a los embotellamientos, la industria de los viajes ha sido desbaratada, en particular el transporte aéreo, la industria de la aviación, los hoteles y otros servicios. La inseguridad generada por la interesada incitación al temor ante el terror, que sirve para expandir los presupuestos de los aparatos militar y de inteligencia, ha debilitado la confianza de los inversionistas en EE.UU. Aunque la administración habla de legislación tributaria específica favorable a los negocios, y la aprueba, su estrategia militar global tiende a subordinar los aspectos económicos de la construcción del imperio a los militares.

Aunque sería erróneo, teóricamente, hablar de una autonomía absoluta de los militares con relación a la clase capitalista, su libertad de acción ciertamente va más allá de la ‘relativa autonomía’ usualmente atribuida al estado capitalista.

Los sectores económicamente más importantes de la clase capitalista y los intereses del sistema en su conjunto han sido subordinados a un grupo particular de ‘capitalistas amigotes’ influyentes, con base regional, con lazos políticos antiguos con la administración Bush. Los favores especiales, la profunda corrupción y la posición privilegiada de los sectores energéticos de Texas en la administración Bush definen la naturaleza del régimen. El colapso de Enron y las revelaciones subsiguientes de fraude y estafas generalizados de miles de millones de dólares resultantes del compadraje han debilitado la confianza de los inversionistas y han puesto en duda todos los mercados bursátiles. La ‘relativa autonomía’ de los sectores de compinches respecto al resto de la clase capitalista ha debilitado severamente la posición de la clase capitalista en su conjunto.

La influencia de los militares en el proceso de construcción del imperio ha sido acompañada por el crecimiento general del estatismo –la intervención del estado en la economía, en la sociedad y en las vidas y libertades personales. La administración Bush es probablemente el régimen más proteccionista de la historia reciente, al fijar aranceles proteccionistas para textiles, la industria maderera, la agricultura y otros productos, mientras aumenta los subsidios agrícolas e impone cuotas para las importaciones. Al favorecer a los militares y buscar la conquista mediante la fuerza de las armas, ha debilitado la economía de EE.UU., y, en particular, las inversiones públicas que fortalecerían la posición competitiva de las empresas de EE.UU. La vasta y dominante intervención del estado en la sociedad civil a través de la legislación de estado policial como la Ley Patriota, la Ley de Seguridad Interior, y TIPS, socava las libertades personales y debilita la oposición pública.

El imperialismo bajo Bush se aproxima más a un modelo estatista-mercantilista que a uno neoliberal. Aunque persiste la «retórica de libre mercado,» se ve crecientemente eclipsada por la retórica militar-estatal de «guerra permanente» y de «antiterrorismo». Como la economía está debilitada y la clase capitalista hace presión para que el régimen Bush reaccione, los constructores militares del imperio toman la iniciativa previendo la guerra en regiones económicas estratégicas (Irak e Irán) como la ‘solución’. Desde el punto de vista de los constructores militares del imperio, una guerra y la colonización de Irak resultarían en beneficios económicos para la clase capitalista y fortalecería su apoyo para su ‘estrategia de guerra permanente’. También serviría como un trampolín para futuras guerras y conquistas en la región del Golfo, a saber Irán. Aunque la guerra y la crisis económica han estado, en el pasado, frecuentemente interrelacionadas, en la actualidad las nuevas guerras beneficiarán sobre todo al sector de los amigotes –ligado a los intereses de la energía y del petróleo- y profundizaría el abismo entre éste y el resto de la clase capitalista. La guerra en este contexto es una extensión del compadraje mediante medios militares.

La construcción militar del imperio es decididamente colonial en su estilo y contenido. El imperio emergente está basado en la ocupación de territorio, la imposición de gobernantes y la administración del estado y de la economía colonizados. EE.UU. ha establecido relaciones coloniales con antiguas repúblicas yugoslavas en Kosovo, Macedonia y Montenegro; ocupa el espacio aéreo en dos tercios de Irak, y controla indirectamente el Norte de Irak a través de sus clientes kurdos. El imperio ha establecido instalaciones militares y bases en Bolivia, Brasil, Colombia, El Salvador, Ecuador y Aruba. Ha establecido la «extraterritorialidad» para sus fuerzas de seguridad y conseguido legislación «antiterrorista» de sus estados clientes, obligando a numerosos países en los cinco continentes a seguir las instrucciones de EE.UU. en la persecución de adversarios.

En la medida en que se toman en cuenta intereses económicos imperiales, derivan de los intereses petroleros regionales de los amigotes (Texas). Los constructores del imperio se concentran en conquistar Irak y probablemente Irán por la fuerza militar, Asia Central y la región del Mar Caspio mediante el soborno y el apoyo a regímenes dictatoriales, y en Venezuela con un golpe militar. Los constructores del imperio están considerando también una intervención militar en Arabia Saudita, que está «balanceándose al borde del colapso» (The Observer, 28 de julio de 2002).

Como lo que está en juego es el imperio de EE.UU., y no el sistema imperial, la intervención militar de Washington se basa en la acción unilateral del estado. El debilitamiento de la competitividad de EE.UU. ha llevado también a decisiones unilaterales de imponer nuevos aranceles y de aumentar los aranceles existentes mientras se exhorta vigorosamente al resto del mundo a eliminar sus subsidios y a reducir sus aranceles (Financial Times, 26 de julio de 2002, p.1). El retrocolonialismo y su corolario de construcción del imperio basado en los militares, una política económica de proteccionismo impuesto unilateralmente y de subsidios, y la ocupación de territorios geo-estratégicos es el marco para la comprensión de las características cruciales en el año desde el 11-S.

La izquierda devuelve el golpe: las contradicciones de la construcción del imperio

Tres categorías de contradicciones básicas que enfrentan los constructores del imperio de EE.UU. se han exacerbado desde el 11-S: las contradicciones internas entre los intereses capitalistas en conflicto y el estado; las contradicciones entre los intereses imperiales en competencia (Europa y EE.UU.): las contradicciones entre el imperio y poderosos intereses sociales y políticos en América Latina.

En el año desde el 11-S han emergido serios conflictos dentro del régimen y contradicciones económicas. Pueden ser enumerados en forma telegráfica: (1) la preeminencia del estado (a saber, el aparato militar y de inteligencia) sobre los intereses de las grandes corporaciones multinacionales (incremento de la seguridad perjudicando los beneficios empresariales); (2) el privilegio de la territorialidad por sobre los mercados (la ocupación de países marginales por sobre el aumento de la penetración en el mercado de países prósperos); (3) la promoción de sectores cleptocráticos del capitalismo (Enron, Worldcom, etc.) por sobre los inversionistas internos y extranjeros; y (4) el aumento de los gastos de un aparato estatal en expansión a costa del gasto de fortalecer los frágiles fundamentos productivos del imperio.

A estas contradicciones internas hay que agregar la intensificación de las contradicciones externas, particularmente la intensificación de los conflictos con la Unión Europea. Una de las contradicciones externas básicas resulta de una contradicción interna, a saber que el poder militar en el extranjero crece mientras disminuye la economía interna –llevando a Washington a aumentar el proteccionismo en lugar de reducir las costosas proyecciones externas del poder. El resultado es un aumento de la tensión entre Europa, y otros exportadores, y Washington. Por ejemplo, el arancel de un 30 a un 40% sobre el acero ha provocado amenazas europeas de responder con aranceles similares y con llevar el asunto ante la Organización Mundial de Comercio, donde la OMC decidió en contra de Washington. Más en general, el poderoso papel del estado desde el 11-S ha entrado en conflicto con la ideología del «libre mercado», provocando una nueva vuelta de proteccionismo.

Las definiciones militares del imperio de EE.UU. entran en conflicto con las concepciones europeas del mercado en la construcción del imperio. Es en particular el caso en el Oriente Próximo donde el apoyo incondicional de EE.UU. para la máquina de guerra israelí debilita los esfuerzos europeos por estabilizar la región para las inversiones y el comercio.

La segunda contradicción es la concepción monopolista y unilateralista de la construcción del imperio, que ha arrojado al mar el estilo de «compartimiento del poder», consultivo, favorecido por Europa. La monopolización unilateral del imperio aísla a EE.UU. de un apoyo económico y político esencial para sostener las conquistas imperiales. En efecto, el monopolio del poder da a los constructores del imperio de EE.UU. una ventaja táctica, pero debilita la consolidación estratégica –que es sólo posible con la inclusión europea y el compartimiento de los beneficios.

El aumento de las contradicciones entre EE.UU. y Europa en el comercio, las inversiones, la conquista colonial, y los enfoques estratégicos (militares versus mercado) no llevará a la guerra (la superioridad de EE.UU. lo hace improbable), pero puede tener consecuencias más serias: el crack de la economía de EE.UU. debido al agotamiento de los flujos externos de capital en conjunto con un imperio militar ampliado en demasía.

La tercera –e incluso más decisiva- contradicción externa es la que existe entre la construcción del imperio y el crecimiento de poderosos movimientos socio-políticos en el extranjero, sobre todo en dos regiones estratégicas (pero no limitado a ellas): en el Oriente Próximo y América Latina.

Desde el 11-S, Washington ha procedido a impulsar agresivamente políticas bélicas contra Afganistán, hacia el Oeste contra Irak e Irán y contra movimientos seculares y musulmanes de resistencia en Arabia Saudita, Líbano y otros sitios. El masivo apoyo militar y el incondicional apoyo político de Washington a la reconquista por Sharon de los Territorios Ocupados ha provocado una creciente marea de movilización de masas imbuida de conciencia antiimperialista en todo el mundo árabe. Revueltas populares amenazan a vitales estados clientes de EE.UU. –particularmente Arabia Saudita, atormentada por conflictos internos del régimen y protestas en todo el país por sus políticas a favor de EE.UU. Igualmente, en Egipto y Jordania, disturbios masivos amenazan a regímenes que se identifican íntimamente con las políticas retrocoloniales de EE.UU. El «eje del mal» medio-oriental de Bush –los objetivos árabes para las próximas guerras imperiales –incluye precisamente países ubicados en regiones que se convierten en centros de la resistencia antiimperialista.

Sin embargo, es en América Latina donde la polarización socio-política y militar entre los constructores del imperio y los movimientos populares es más aguda. Aunque la mayor parte de los movimientos son anteriores al 11-S, en el año desde entonces la militarización auspiciada por EE.UU. y el colapso virtual de la estrategia económica neoliberal se han profundizado y se han ampliado la resistencia popular y los desafíos a los regímenes clientes que defienden al imperio. Además, la definición militar de la realidad política de EE.UU. –que coloca el antiterrorismo a la cabeza de la agenda- ha bloqueado todos los planes para un paquete de rescate económico.

El desafío popular a la dominación imperial se ubica en una amplia variedad de países, incluyendo a Colombia, Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Perú, y Paraguay y, en menor grado, en Brasil y Uruguay. Lo que impresiona en esta nueva ola de resistencia popular es el grado en que han sido desacreditados todos los partidos políticos y los dirigentes asociados con las políticas pro-imperiales. En algunos casos la resistencia popular se expresa en movilizaciones populares de masas (bloqueos de rutas, manifestaciones, etc.), en otros, se expresa en una combinación de movilizaciones de masas y de nuevas formaciones electorales, en Colombia incluye la protesta de masas y la guerra de guerrillas.

En Argentina, desde el 11-S, han sustituido a cuatro presidentes y el quinto tiene menos de un diez por ciento de apoyo. El levantamiento popular del 19 y 20 de diciembre de 2001, llevó a la expulsión del desacreditado presidente pro-EE.UU., De la Rua, y al favorito de Wall Street, Cavallo. Con niveles de pobreza que exceden el 52% y de desempleo de un 25%, la economía argentina está disminuyendo en un 15% en 2002, el quinto año de recesión/depresión. Más de 6 millones de argentinos han perdido todos sus ahorros y cientos de miles llenan las calles en asambleas, protestas, bloqueos de ruta y huelgas generales. Toda la clase política, judicial y la elite privada están totalmente desacreditadas. Y la consigna más popular es «Que se vayan todos». Un punto central en esta lucha es el repudio de los pagos de la deuda externa y la identificación del FMI y de EE.UU. como co-responsables del colapso económico.

En Colombia, el Plan Colombia respaldado por EE.UU., y la «Iniciativa Andina» de Bush constituyen una campaña militar en gran escala para exterminar o desplazar la base social campesina de las guerrillas. Estas últimas incluyen de 17 a 20.000 en la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y de 4 a 5.000 en el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Durante el año pasado, Washington, a través del régimen cliente de Pastrana, organizó el colapso de las negociaciones de paz, relanzó la «guerra total» y promovió la elección del partidario de los paramilitares, Alvaro Uribe, a la Presidencia. El resultado ha sido masacres diarias de campesinos, sindicalistas, y dirigentes indígenas, y de defensores de los derechos humanos. La confrontación entre las fuerzas paramilitares respaldadas por EE.UU. y los grupos populares civiles y armados ocurre a diario en más de un 70% del país.

En Bolivia, Evo Morales, el líder de los campesinos cocaleros durante casi dos décadas de lucha contra la erradicación dirigida por EE.UU. condujo a su partido, el Movimiento al Socialismo [MAS], a la votación eliminatoria en el Congreso de Bolivia, donde todos los partidos capitalistas unieron sus fuerzas para bloquear la candidatura de Morales a la Presidencia. El masivo voto por los dos candidatos indígenas campesinos excedió el del candidato neoliberal más cercano por cerca 5 puntos porcentuales. El progreso electoral fue precedido por marchas de masas y bloqueos de rutas que crearon la conciencia de clase antiimperialistas y étnica que hizo avanzar a Morales hasta la eliminatoria en el Congreso. La flagrante intervención de EE.UU. a través del embajador Rocha en la campaña electoral tuvo el efecto contrario. Rocha amenazó a los votantes bolivianos con el corte de la ayuda y el cierre de los mercados de EE.UU. si ejercían su derecho soberano y votaban por Morales. La popularidad de Morales saltó de un 13% a un 21% en las dos últimas semanas antes de las elecciones. El aspecto más significativo de la campaña del MAS fue que repudió explícitamente la posición de erradicación de la coca impuesta por EE.UU., la privatización del gas y de los recursos petroleros por parte del gobierno, y la base militar y las operaciones de la DEA de EE.UU. en Bolivia.

En Perú, masivas manifestaciones públicas en las principales ciudades de Arequipa y Cuzco, en protesta contra el programa de privatización del régimen de Toledo, llevaron a la renuncia general de su gabinete, y en particular, del Ministro de Economía neoliberal, Kuczinski. Toledo, un ex empleado del Banco Mundial, que se vistió de campesino indígena del altiplano durante la campaña electoral, sufrió una baja de su índice de popularidad de más de un 50% a menos de un 10% en un año. Protegido de EE.UU., que hizo su campaña como populista y actuó como un cliente de EE.UU., Toledo enfrenta severas dificultades para permanecer en el poder durante el resto de su período, considerando la intensa hostilidad de una población que se siente traicionada. El ávido apoyo de Toledo a la campaña «antiterrorista» de EE.UU. relegó al olvido su intención declarada de aliviar la pobreza de un 70% de los peruanos.

Ecuador tiene un dócil gobierno dirigido por el Presidente Noboa que ha dolarizado la economía y ha entregado a EE.UU. una importante base militar en Manta. Pero gobierno es muy poco firme, sacudido por huelgas generales, un Congreso hostil y un tercio del país gobernado por una coalición, a la izquierda del centro, de partidos indígenas campesinos. Hace sólo dos años, un movimiento de masas de campesinos indígenas, de sindicalistas y de pobres urbanos se unió a sectores del ejército para derrocar al predecesor de Noboa (Mahuad). La junta progresista fue luego derribada por los militares pro-EE.UU. y Noboa fue instalado en el poder. Mientras el régimen ubica a fuerzas de contrainsurgencia de EE.UU. a lo largo de sus fronteras, y su espacio aéreo es efectivamente colonizado por aviones de vigilancia de EE.UU. implicados en la guerra civil colombiana, los fundamentos sociales del régimen se están erosionando rápidamente –creando un terreno volátil e inestable para el avance imperial.

En Paraguay, masivas manifestaciones y bloqueos de ruta lograron obligar al presidente cliente de EE.UU., Macchi, a retirar la privatización de la red eléctrica del estado. La formación de una amplia coalición de organizaciones campesinas, partidos izquierdistas y sindicalistas, organizados en el Frente de Convergencia Democrática, emergió para dirigir la lucha. Los planes de EE.UU. de expandir sus bases militares y de inteligencia y sus operaciones en la frontera oriental entre Paraguay-Brasil y Argentina se ha convertido en el centro de una continua confrontación.

En Venezuela, un levantamiento popular infligió una seria derrota a los constructores del imperio de EE.UU. que respaldaban un golpe militar de derecha. Bajo la dirección del ultraderechista Secretario Adjunto para Asuntos Latinoamericanos, Otto Reich, EE.UU. respaldó un golpe militar el 11 de abril de 2002. El golpe, apoyado por la elite económica venezolana, sectores de los militares, y casi toda la clase media superior, derrocó al Presidente Chávez y procedió a disolver todos los organismos elegidos y el aparato judicial y reemplazarlos por funcionarios de la línea dura favorable a EE.UU. Las primeras medidas del régimen dictatorial fueron de extremo interés para los constructores del imperio: la ruptura de relaciones con Cuba y el retiro de la OPEC. Sin embargo, dentro de 48 horas, una masiva marcha de cientos de miles de venezolanos, sobre todo de los ranchos, los barrios pobres en los cerros que dominan Caracas, convenció a importantes sectores de los militares de que salieran a favor de la restauración de Chávez al palacio presidencial. El golpe se derrumbó cuando la masa de los pobres amenazó con convertir la restauración política en una transformación social. La derrota del golpe instrumentado por EE.UU. demostró que los constructores del imperio pueden ser derrotados y que las organizaciones de masas, aunque hayan estado pobremente organizadas, fueron capaces de restaurar a un Presidente con una política exterior moderadamente nacionalista. Como en Argentina, el pueblo venezolano demostró que los regímenes clientes de la administración Bush son vulnerables y que pueden ser derrocados –por lo menos temporalmente. La marcha de la construcción del imperio no es un proceso linear, inevitablemente destinado a tener éxito.

En Brasil, el candidato que encabeza la campaña presidencial es Lula Da Silva, un político del partido de centro-izquierda Partido de los Trabajadores (PT). Aunque el PT ha dejado de lado todas sus demandas programáticas antiimperialistas y antiliberales, sigue siendo percibido como adversario por los banqueros de Wall Street y la administración Bush. La oposición de los constructores del imperio proviene de la base popular de masas de Lula que, en la mayor parte de los casos, están a la izquierda de la dirigencia del partido. Wall Street teme que Lula reaccionaría a la presión post- electoral por reformas sociales, regulación económica y oposición a la expansión militar de EE.UU. Wall Street ha respondido especulando contra el real (la moneda brasileña) y a través de la huida de capitales –una táctica alarmista para debilitar a Lula o volverlo más hacia la derecha. El candidato escogido por Washington para que sea el sucesor del Presidente Cardoso es José Serra. A pesar del apoyo del aparato del estado, está recluido al tercer lugar, más de 20 puntos porcentuales detrás de Lula y 13 puntos detrás del nacionalista liberal Ciro Gomes.

En México, el cliente de Washington, el Presidente Fox, no ha podido implementar una masiva campaña de privatización por oposición en el Congreso. Su Ministro de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda, ha superado a todos los previos ministros del gobierno en su servilismo ante los constructores del imperio de EE.UU. Sus políticas anticubanas lo han desacreditado, tanto en el Congreso como ante el público en general. Aunque tanto Fox como Castañeda continuarán en sus puestos, su efectividad como dóciles clientes de Washington ha sido severamente limitada. Los zapatistas continúan en Chiapas, mientras las luchas campesinos y sindicales continúan, en algunos casos con grandes éxitos como en el bloqueo de los planes de Fox para el aeropuerto.

Los constructores del imperio de Washington cuentan con el apoyo de los regímenes de América Central, del Caribe (con la excepción de Cuba) y en Chile –ninguno de los cuales tiene gran importancia estratégica en términos de mercados continentales, población, o recursos estratégicos. Cuba sigue resistiendo a los partidarios de la línea dura de la administración Bush, movilizando a más de 8 millones de manifestantes a favor de la economía socialista. En la República Dominicana y en Haití, importantes movimientos populares extraparlamentarios se oponen a EE.UU. y a las reformas neoliberales.

No cabe ninguna duda que desde el 11-S Washington ha aumentado su presencia militar en América Latina. Al mismo tiempo sus regímenes clientes han sido severamente debilitados y sus políticas liberales han fracasado. Los constructores militares del imperio han vuelto a las estrategias de los días de la construcción del imperio en la era de la Guerra Fría: golpes militares (Venezuela), terror estatal (Colombia), chantaje económico (Bolivia) y amenazas de intervención directa.

Sin embargo, el año desde el 11-S ha traído el colapso del modelo neoliberal de EE.UU. y la emergencia de poderosos movimientos socio-políticos con una capacidad demostrada de derrotar a los regímenes clientes de EE.UU. Con pocas excepciones, la izquierda latinoamericana ha devuelto el golpe al imperio, la cantidad de sus partidarios ha crecido geométricamente y ha demostrado su efectividad en el bloqueo de leyes cruciales y en el aislamiento de presidentes clientes, reduciéndolos a un apoyo medido en cifras de un solo dígito.

A pesar de la postura belicosa de Washington y de la profundización de su penetración militar, ha perdido los corazones y las mentes de la gran mayoría de los latinoamericanos. Como hemos visto, cada intervención de EE.UU. o intento de imponer su agenda imperial ha provocado una resistencia popular en las calles y en las urnas.

El ejemplo más impresionante fue la exigencia del presidente Bush de que Cuba sacrificara el contenido socialista de su revolución. Más de 8 millones de cubanos marcharon y después votaron abrumadoramente a favor de que el socialismo fuera parte irrevocable de su Constitución.

Conclusión

Desde el 11-S los constructores del imperio a cargo de la Casa Blanca se han dado carta blanca para actuar con medios militares y han rechazado toda restricción internacional. Han repudiado todos los tratados internacionales desde Kyoto a la Corte Internacional. El resultado es que sus políticas unilaterales han llevado a más aislamiento diplomático y han debilitado su capacidad de «construir coaliciones». Lo que es igualmente importante, han unido y activado a millones de personas opuestas a la globalización, a la guerra y a las violaciones de los derechos humanos. La evidente agenda imperialista de Washington ha llevado a la reemergencia de la política antiimperialista.

Los constructores del imperio de Washington han abandonado toda pretensión de luchar por la democracia. Se basan en gobernantes no elegidos, autoritarios, para realizar sus políticas- Musharaf con su 99% de los votos en elecciones amañadas en Pakistán. Macapagal en las Filipinas que toma el poder deponiendo a los titulares del cargo; Karzai en Afganistán, elegido mediante la compra de votos. Los dictadores centroasiáticos de las ex repúblicas soviéticas son aliados clave. El jefe del golpe de un día en Venezuela, Carmona, era un protegido de Washington. Duhalde, en Argentina, fue seleccionado por los mandamases peronistas y aprobado por la Embajada. Esos gobernantes autoritarios y súbditos del imperio enfrentan una creciente oposición y el aumento de los conflictos. La lucha por la democracia converge con el combate contra los constructores del imperio y sus clientes autoritarios.

La definición militar o de la seguridad no elimina los conflictos clasistas o nacionales, más bien los intensifica. Aunque los constructores militares y de la seguridad del imperio consolidan la posición de la extrema derecha en el régimen de Bush (Rumsfeld, Cheney, Reich, Boulton, Wolfowitz, Clark), polarizan aún más al público europeo y a la mayor parte del Tercer Mundo contra sus pretensiones imperiales. Aunque los constructores del imperio hacen alarde de sus sistemas de armamentos, los fundamentos económicos del imperio muestran grandes grietas y fisuras. El «manto de la seguridad» imposibilita la emergencia de todo mecanismo de auto-corrección desde el interior del régimen. En el período posterior al 11-S, lo que cuenta es el imperio y el cambio vendrá de los florecientes movimientos anti-imperiales del extranjero. Si y cuando la economía se derrumba, tal vez las fuerzas dentro de EE.UU. lograrán suficiente apoyo para transformar el imperio en una república popular.

Bibliografía

Brzezinski, Zbigniew, The Grand Chessboard: American Primacy and its Geostrategic Imperatives (New York: Basic Books, 1997).

Furedi, Frank, The New Ideology of Imperialism (London: Pluto Press, 1994).

Petras, James and Morley Morris, Empire or Republic (New York: Routledge 1995).