Petróleo y asesinato en Ecuador: ¿Quién mató a Eduardo Mendúa? (Extremo Sur. 06/03/23)
Por: Alberto Acosta
Un asesinato más. Al paso que vamos, no será el último. Eduardo Mendúa fue asesinado el día 26 de febrero. Este miembro de la nacionalidad A’i Cofán, dirigente de Relaciones Internacionales de la CONAIE, se destacaba por luchar contra las actividades de extracción de petróleo, así como por defender los Derechos Humanos, los derechos colectivos, los Derechos de la Pachamama, es decir su territorio, en donde existen importantes remanentes de selva.
Pocos días antes de su asesinato, este líder amazónico había denunciado y responsabilizado a la empresa estatal Petroecuador y al gobierno del presidente Guillermo Lasso por la violencia generada en su comunidad de Dureno, situada en la provincia amazónica de Sucumbíos. Una región que experimenta violencias desde muchas décadas atrás como consecuencia de las actividades petroleras, y en años recientes por la expansión minera.
Las pesquisas policiales relacionadas con este asesinato están en marcha. Urge que se capture y sancione a la persona o a las personas que dispararon; también a sus cómplices y encubridores; al igual que a cualquier otra persona o personas que pudieron haber intervenido como actores intelectuales del asesinato de Mendúa. Es de esperar que este crimen no quede en la impunidad como ha sucedido en varias otras ocasiones, en contextos similares de expansión de las actividades extractivistas, como fue el brutal asesinato de José Tendetza en el año 2014.[1]
Algunos antecedentes cargados siempre de violencia
En el territorio de los A’i Cofán las presiones petroleras tienen una larga historia.[2]Desde los años sesenta se registran actividades de sísmica y luego perforaciones de pozos petroleros a lo largo del río Aguarico. Sin consultar a la comunidad, en 1972 se perforó el pozo petrolero Dureno 1, dentro de su territorio. Las actividades petroleras avanzaron avasallando con mucha fuerza a las poblaciones y a la Naturaleza. La resistencia fue compleja. Luego de una ardua y como siempre desigual lucha consiguieron el reconocimiento de su territorio y lograron en 1998 el cierre de algunos pozos petroleros, incluyendo el primero de ellos.
Las presiones petroleras no cesaron. En el gobierno de Rafael Correa, en el año 2014, se reabrió el pozo Dureno 1 y se amplió la plataforma Guanta 12 en territorio A’i Cofán.[3]En ese régimen se trató de apaciguar la resistencia con una «ciudad del milenio»[4], como parte de una amplia estrategia con la que se dice alentar la modernización y el progreso, lo que en la práctica profundiza más y más la matriz productiva basada en la explotación de materias primas lo que conduce a la destrucción de más y más territorios.
El régimen de Lenín Moreno continúo por la senda trazada por su antecesor y patrocinador. Y el actual presidente Guillermo Lasso inauguró su mandato ofreciendo duplicar la tasa de extracción de crudo, llegando incluso a afirmar solemnemente que «vamos a explotar hasta la última gota de petróleo». Lasso con un par de decretos casi al inicio de su gestión dispuso acelerar las actividades extractivas tanto petroleras como mineras.
En el territorio comunitario A’i Cofán aumentó la presión. En el año 2022, la estatal petrolera intentó perforar 30 pozos en el territorio, a través de tres plataformas. Ante ello, Eduardo y parte de la comunidad opusieron una firme resistencia e incluso emprendieron acciones legales en contra de la empresa estatal. Partían del principio de la autodeterminación exigiendo al menos una consulta previa, libre e informada. En enero de 2023, la empresa trató de ingresar una vez más con la ayuda de la fuerza pública, pues estaba empeñada en seguir con la construcción de la carretera. Petroecuador intentó dividir a la comunidad entregando 300.000 dólares a las personas que sí están a favor de la extracción de petróleo. Gran parte de la comunidad se mantuvo en resistencia y en consecuencia se registraron varios enfrentamientos sangrientos e incluso muertes.
Adicionalmente, en el año 2023, el mismo gobernante dispuso la militarización de las áreas en donde se desarrollan proyectos extractivistas, estableciendo Áreas Reservadas de Seguridad. De esta manera las Fuerzas Armadas una vez más intervendrían asegurando las operaciones y los intereses de las empresas transnacionales mineras. Así, con estas diversas disposiciones se atropellan los derechos de las comunidades indígenas establecidos en la Constitución de la República del Ecuador. Por igual se pisotea la normativa internacional de Derechos de los Pueblos Indígenas, como la Declaración de Naciones Unidas de 2007, de la cual es suscriptor el Ecuador, que prohíbe actividades militares en las tierras o territorios de los pueblos originarios.
Lo cierto es que simultáneamente en varias regiones se ampliaban las presiones violentas para imponer sobre todo la minería. Pocas horas antes del crimen que nos motiva e indigna, el 23 de febrero, militares y policías, junto a guardias privados de un par de empresas mineras, irrumpieron brutalmente en la parroquia de Gualel en la provincia de Loja, con el objetivo de ingresar al cerro Guagrahuma, ubicado en la Cordillera de Fierro Urco. Se agredió a las poblaciones campesinas y del pueblo Saraguro que defendían el páramo considerado como la Estrella Hídrica del Sur, ya que esta región abastece de agua a cuatro provincias: Azuay, El Oro, Loja y Zamora Chinchipe.
Es oportuno traer a colación que Eduardo Mandúa había sido categórico en su compromiso de defender el territorio de su comunidad. Pocas horas antes de caer víctima de las balas asesinas, él escribió en su cuenta de Facebook:
«…nos mantendremos más firmes y fuertes que nunca, no estamos para ceder ni un centímetro de nuestro territorio para que los forasteros petroleros destruyan a los seres espirituales y personas invisibles de nuestra selva, ríos, lagunas, lugares sagrados, quebradas, medicina, nuestros ceibos.»
En este complejo entorno, con un gobierno entregado a los intereses extractivistas, se produjo el asesinato del líder indígena.[5]
El asesino, un viejo conocido
Más allá de las conclusiones a las que se llegue en el ámbito de la justicia penal, precisamos aceptar que quién mata a las personas que defienden sus territorios, sobre todo a sus líderes como Eduardo Mendúa, es bastante conocido, tiene nombre.
Basta con repasar una historia cuyo origen se pierde en los pliegues de los siglos. Desde los orígenes de la Colonia se vinculó a estas tierras del Abya-Yala al mercado mundial. Desde entonces se fueron configurando las estructuras y las prácticas de las actuales economías primario-exportadoras. A los países ricos en recursos naturales se les impuso desde entonces un papel pasivo y sumiso en la división internacional del trabajo, atado a las demandas del capitalismo metropolitano. Esta realidad no ha cambiado. Los países de Nuestra América, con sociedades empobrecidas, pero obnubilados por el delirante proyecto del «desarrollo»[6], siguen extrayendo y exportando materias primas. En el ambiente se mantienen los dogmas fundacionales del libre mercado, que nos condena a recurrir una y otra vez al viejo credo de aprovechar las «ventajas comparativas» brindadas por la Naturaleza, a las que hay que sacar el máximo provecho. Para apuntalar este mensaje falaz, se repite cansinamente como una letanía profética: la necesidad imperiosa de aprovechamiento de las riquezas naturales, para no seguir siendo pobres sentados sobre sacos de oro… El resultado es inocultable: esa lógica de funcionamiento de las economías extractivistas provoca una serie de patologías, que configuran la «maldición de la abundancia».[7]
Hay varios mitos que se sostienen tanta aberración. Uno de ellos aflora en la urgencia de los ingresos provenientes de estas actividades extractivistas -petroleras o mineras- para conseguir el «desarrollo» y, por cierto, para financiar las políticas sociales. Lo limitado del argumento se nota al ver que ni los ingresos obtenidos por tributación de dichas actividades-muy limitados cabría anotar- han sostenido de forma adecuada y suficiente dichas políticas que, por lo demás, muchas veces se mueven al son de prácticas clientelares: ejemplo de ello es el uso de las regalías anticipadas para «aceitar» la aceptación de las actividades mineras en las comunidades afectadas, algo que acontece en casi todos los países de la región independientemente del signo ideológico de sus gobiernos.[8]
El saldo de esta larga práctica está a la vista. Economías, estados e inclusive empresarios rentistas, en tanto se organizan alrededor de la renta de la Naturaleza. Sociedades clientelares y profundamente desiguales e inequitativas, atadas perversamente al control de los recursos que se obtienen de dicha renta. Aparatos productivos caracterizados por su heterogeneidad estructural sostenida por las exportaciones primarias. Institucionalidades incapaces de controlar dichas actividades económicas primario exportadoras en las que, además, campean diversas formas de evasión tributaria, que conviven con múltiples mecanismos de subsidio a las empresas petroleras y mineras. Sistemas políticos plagados de corrupción y autoritarismo.[9]
Todo como parte de un modelo de explotación que se alimenta de sofocar la vida de seres humanos y no humanos en aras de mantener la rueda de acumulación del capital. En la actualidad el saqueo que provoca este sistema se agudiza de forma imparable con la creciente magnitud de la demanda internacional de recursos naturales. En consecuencia, es fácil entender cómo este modelo depredador se nutre de violencias múltiples.
Hablamos del extractivismo. Una modalidad de acumulación que demanda de renovadas violencias físicas, simbólicas y sicológicas contra comunidades y ecosistemas para viabilizar decenas megaproyectos. Violencias que no son una simple consecuencia de la minería o de la actividad petrolera (o también agroexportadora). Son violencias que se configuran como una condición necesaria para que poner en marcha y sostener estas actividades extractivas, que terminan por desbaratarlas comunidades humanas y desarticular las comunidades naturales.
Así, estos procesos de despojo, es decir una apropiación violenta de riqueza, vinculados a los esquemas de acumulación ampliada del capital, dan paso a la desterritorialización, lo que conduce a la muerte de muchas culturas. Desaparece la visión vital de estar dentro, de vivir en armonía con la Naturaleza y en comunidad, al imponerse la visión de estar fuera, en tanto se acelera la mercantilización de la Naturaleza y de la vida humana misma. Con el discurso de la modernización y las prácticas extrectivistas se atropellan los metabolismos de vida.
Por estas razones no podemos concentrar la atención exclusivamente en el crimen propiamente dicho. Precisamos identificar de forma categórica al causante sistémico de tanta muerte: el extractivismo.[10]
Las múltiples caras de la violencia extractivista
La acción violenta de las actividades extractivas es múltiple. La criminalización, el hostigamiento, las persecuciones, las represiones y los asesinatos de opositores y opositoras a proyectos mineros y petroleros son el pan de cada día. Son muchos y diversos los mecanismos de control territorial desplegados por las empresas extractivistas con el apoyo y protagonismo de los Estados, a través, por ejemplo, de irregulares y abusivas compras de tierra, desalojos respaldados por la fuerza pública y la complicidad de la justicia. La perversa combinación del poder combinado transnacional-estatal, con el respaldo de los grandes medios de comunicación e inclusive de algunos centros académicos, margina y hasta ataca violentamente a quien se opone o simplemente cuestiona a estas actividades. Así, con este cúmulo de violencias se logra asegurar el control sobre los territorios, a los que les vacií de su esencia de vida, al tiempo que se enraíza en la sociedad una visión extractivista que aparece como imposible de ser cambiada y aún criticada.
En muchas ocasiones la violencia viene encubierta en acciones que dicen buscar el bienestar de las comunidades. Para conseguir el respaldo comunitario las empresas extractivistas buscan aliados, como sucedió en el caso de la comunidad A’i Cofán. Con diversas acciones pro-desarrollo, el Estado y las empresas extractivistas provocan profundas divisiones. Hay grupos que aceptan esos beneficios en términos del acceso a algún empleo, de mejoras de la vialidad, de construcción de escuelas o centros médicos, a cambio de abrir la puerta a los extractivismos. Otros grupos se mantienen firmes en su defensa del territorio exigiendo que el Estado -no las empresas- cumpla con su obligación de atender sus demandas. Eso genera diferencias y tensiones. Con frecuencia se registran enfrentamientos sangrientos entre los mismos comuneros e inclusive entre familiares. Y así se inocula desde fuera el virus de la codicia que termina por romper las comunidades.
Luego, cuando se instalan las empresas extractivas, las violencias se multiplican de muchas formas. A modo de ejemplo de una lista muy larga de atropellos y violaciones, mencionemos los problemas ocasionados por la llegada de fuera de trabajadores (mayoritariamente hombres jóvenes). Esta nueva población, compuesta de técnicos y trabajadores foráneos, que conforman enclaves en los territorios, aumenta drásticamente el costo de vida en las comunidades (alimentación, arriendos, valor de la propiedad, servicios básicos).Los consiguientes desequilibrios en las áreas de explotación repercuten inclusive en regiones vecinas genrando a su vez nuevas conflictividades sociales. Por no tener vínculos sociales o culturales con el resto de la comunidad, los nuevos moradores pueden causar graves problemas sociales de los cuales las mujeres y la niñez son las primeras víctimas. Allí afloran la prostitución, la drogadicción, el alcoholismo, la delincuencia, la inseguridad, la criminalidad, los femicidios, incluyendo la explotación sexual y la trata de personas. Como consecuencia de estos procesos se da paso a una redefinición de los roles de género, la masculinización de los espacios y re-patriarcalización de las comunidades. En estos procesos de terror juega un papel determinante la militarización de los territorios.
En el Ecuador petrolero, las prácticas nocivas para la Naturaleza y la vida de sus habitantes amazónicos, empezaron hace más de 50 años con el consorcio Texaco Gulf. Suficiente información, con datos ambientales de irrefutable validez, demuestran la contaminación ambiental en el área de las concesiones. Los ecosistemas, infectados con hidrocarburos y otros contaminantes relacionados con operaciones petroleras son innumerables. Los suelos en estaciones y pozos contienen residuos de petróleo y metales en concentraciones muchas veces más altas que los estándares internacionales. El agua subterránea bajo los pozos de desechos está contaminada por encima de los estándares máximos, no se diga los ríos, humedales y lagunas. Las observaciones directas en el territorio confirman como la vida de plantas y animales es impactada por tanta destrucción y envenenamiento. El ruido ensordecedor y la quema del gas asociado completan este escenario de destrucciones múltiples. Muchas empresas, además, han operado con prácticas y políticas ambientales inadecuadas para la conservación del ecosistema, utilizando pocos o ningún control ambiental.
En particular cabría recordar que sobre Texaco Gulf, a más de los destrozos ambientales que provocó, pesan también daños sociales y culturales causados a los indígenas Siona, Secoya, Cofán, Kichwa y Waorani, además de perjuicio a los colonos blanco-mestizos. Y no nos podemos olvidar de la extinción de pueblos originarios como los Tetetes y los Sansahuari, con cuyo nombre, irónicamente, se denominan dos campos petroleros en la misma zona donde antes ellos habitaban.
Tanta destrucción resulta inconmensurable. Los impactos por concepto de derrames, contaminación de pantanos, quema del gas, deforestación, pérdida de biodiversidad, por animales silvestres y domésticos muertos son realmente incuantificables. A lo anterior habría que añadir materiales utilizados que ocasionaron la salinización de los ríos. Imposibles de calcular son las enfermedades (como el cáncer) e inclusive el trabajo mal remunerado. En el ámbito psicosocial los impactos son brutales: violaciones por parte de los operadores de las petroleras en contra mujeres adultas y menores de edad mestizas e indígenas, abortos espontáneos, discriminación y racismo, desplazamientos forzados, nocivo impacto cultural y ruptura de la cohesión social.[11] Y por cierto todo este dantesco escenario tiene como actores a todas las empresas petroleras, sean privadas o la misma estatal, siempre en abierto contubernio con el Estado.[12]
En el Ecuador minero, a pesar de ser una actividad de reciente data, como era de esperar, las violencias crecen aceleradamente.[13] Con enormes operativos policiales y militares, en el gobierno de Correa se impuso la minería en la Cordillera del Cóndor y en el valle de Intag.[14] El desalojo de territorios, la represión a las comunidades que resisten y la criminalización a quienes intentan mantener sus territorios libres de minería siguen desde entonces a la orden del día. Aquí también se da paso a actividades extractivas sin consultas ambientales, a partir de una sistemática violación de la Constitución y la ley, tan es así que toda la actividad minera considerada como legal resultaría ilegal.[15]
Las violaciones a los derechos de las comunidades y de sus territorios se expanden cual círculos concéntricos por todo el país: en Imbabura a más de Intag está el caso de Buenos Aires, en Esmeraldas hay varias zonas afectadas, Rio Blanco en el Azuay, Fierro Urcu en Loja, Curipamba en Bolívar, Chocó Andino en el Distrito Metropolitano de Quito, para mencionar apenas un par de lugares.[16]La minería del oro actualmente arrasa con los bosques amazónicas en el río Punino, Yutzupino, territorio Shuar Arutam, Parque Nacional Podocarpus, Bosque Protector Cuenca Alta del Río Nangaritza: la deforestación provocada hasta ahora por esta minería aurífera en estos cinco territorios equivale a 1.660 hectáreas: comparable a 2.325 canchas de fútbol.
En este complejo entramado es inocultable la complicidad estatal y también de algunas empresas «formales» con la minería ilegal que extiende sus tentáculos en todo el país, incluso vinculada con organizaciones delictivas. Mientras tanto las autoridades no respetan ni hacen respetar la Constitución y las leyes, así como tampoco la voluntad popular que mayoritariamente se expresa en contra de la minería, como sucedió con las consultas populares legales de los cantones Girón (2019) y Cuenca (2021) en la provincia del Azuay.[17]
Pero hay otras formas de violencia menos dramáticas aparentemente. Nos referimos a las arremetidas simbólicas. Aquellas que vienen encapsuladas en los mensajes de los grandes medios de comunicación y que son difundidas por los expertos defensores de los extractivismos, que no se cansan de insistir las supuestas bondades de estas actividades presentadas como indispensables para alcanzar el «desarrollo». Para apuntalar sus afirmaciones, en un ejercicio de cinismo extremo, no tienen empacho alguno en decir incluso que se trataría de actividades «sustentables».
Lo que resulta en extremo perverso es que todo esto se hace en función del «interés nacional»; una cuestión que, en el caso de los gobiernos progresistas se cristaliza levantando la bandera del nacionalismo con una redoblada acción de las empresas estatales, cuyo accionar no difiere en esencia del de los consorcios transnacionales. No solo eso, con frecuencia los entes estatales cumplen el papel de ariete para derribar los obstáculos legales y las mismas resistencias comunitarias que puedan frenar al expansión extractivista.[18]
Todas esas múltiples y diversas violencias, tanto reales como simbólicas, se nutren de la intolerancia y el autoritarismo que acompañan a los extractivismos. Para muestra se podría recordar las palabras del entonces presidente Correa, el 10 de diciembre del 2011, cuando afirmó que
«Hemos perdido demasiado tiempo para el desarrollo, no tenemos más ni un segundo que perder, (…) los que nos hacen perder tiempo también son esos demagogos, no a la minería, no al petróleo, nos pasamos discutiendo tonterías. Oigan en Estados Unidos, que vayan con esa tontería, en Japón, los meten al manicomio.»
La realidad es diferente, pero no menos contundente y por cierto no menos preocupante. Nuestras sociedades se encuentran encerradas en el manicomio de los extractivismos. La única vía para lograr el «desarrollo» pasaría -según el discurso dominante- por el crecimiento económico con el que superaríamos el «subdesarrollo» y esto exige cada vez mayores volúmenes de exportación de recursos naturales para sostener sobre todo las inversiones sociales. Aceptémoslo, en nuestras sociedades, empezando por nuestros gobernantes, se ha desarrollado una suerte de ADN-extractivista que limita incluso plantear un debate amplio y serio sobre estas cuestiones.
Salir de este laberinto cargado de tantas locuras y violencias, es la tarea.
Para salir del manicomio extractivista
Páginas y páginas de análisis serían necesarias para dimensionar a cabalidad los pormenores de las múltiples violencias vinculadas a los extractivismos. Los profundos impactos sociales y culturales, psicosociales y de salud pública, al igual que los destrozos a la Naturaleza e incluso a los aparatos productivos locales, son inconmensurables. Las violencias que impactan el ámbito de la justicia, de la democracia, de la cultura y de la misma economía-más allá de los territorios directamente afectados- tampoco pueden ser olvidadas.
Entendamos, los extractivismos, y las políticas públicas que las cobijan y alientan, forman parte de una suerte de necropolítica destinada a sostener la civilización de la mercancía y el desperdicio, que se nutre de atropellar la vida. Comprender esta realidad es necesario. Como también es indispensable aceptar que, más allá de algunas diferencias reales y de sus discursos aparentemente irreconciliables, con esta necropolítica comulgan los gobiernos progresistas y los neoliberales.
Entonces, si queremos salir de este manicomio extractivista es preciso adentrarnos en un análisis múltiple y profundo. Todas estas violencias deben ser conocidas, comprendidas y colocadas en el espacio correspondiente para comenzar a construir alternativas de salida en clave de transiciones. Las supuestas bondades de los extractivismos, que en realidad no son más que falsas promesas sostenidas por medio de una serie de fábulas, deben ser desmontadas.
La salida pasa por parar tanta destrucción y construir estrategias para caminar hacia otros horizontes civilizatorios. Paraempezar toca potenciar las luchas de resistencia, que la vez son de reexistencia, alentando el accionar comunitario sobre bases de un tejido de solidaridades múltiples cada vez más amplio dentro y fuera del país. Igualmente es preciso incidir en todos los ámbitos de acción estratégica, sin minimizar la capacidad de acción del Estado y mucho menos el potencial de acción internacional. Entendamos que la coevolución entre los seres humanos y no humanos hace del post-extractivismo una oportunidad insoslayable para enfrentar el colapso climático en marcha.
Pensemos y construyamos todos los mundos posibles en donde todos los seres humanos vivamos con dignidad y en armonía con la Naturaleza